sábado, 29 de diciembre de 2018

Recuperadas reseña - Frankenstein (o el nuevo Prometeo) de Mary Shelley

Recuperadas reseñas es una serie de reseñas que escribí hace unos años y dejé abandonadas en Internet. Las recuperé y ahora regreso a ellas para ver quién era el que las escribió.

I

La historia de Mary Shelley comienza con un marco de composición muy al estilo las mil y una noches. (¿Quién dice eso? Si tú ni has leído las mil y una noches. Apenas si un par de noches, ¡pero no las mil y una!) Primero encontramos la historia de Robert Walton, un inglés con grandes deseos de aventuras en el mar. El texto se encuentra escrito a manera de epístola, por lo que la historia de Walton está enmarcada en la conversación que sostiene con su hermana. Carta tras carta, la historia se va cerrando, hasta que aparece Víctor Frankenstein en un tempano de hielo. Frankenstein comienza a narrar su historia, que a su vez está dentro de otra epístola que escribe Walton, así mismo como se usa la idea de un diario íntimo para narrar la historia. (¿Y qué con todo eso?)

La novela funciona en los siguientes niveles:

1. Las cartas de Robert Walton
2. El diario de Robert Walton
3. La historia de Víctor Frankenstein
4. La historia de la criatura de Frankenstein


Las cartas son lo que contienen todo. Introducen la historia y generan la expectativa. Luego estas son cambiadas por entradas en el diario de Walton, que a su vez tiene dentro la historia de Frankenstein, quien a su vez narra la historia de la criatura, para luego volver a su narración y después dar paso a los últimos comentarios de Robert Walton al respecto de todo el asunto. (Hasta cierto punto me sorprende mi capacidad para reducir las cosas a un nivel minúsculo. Con respecto a la manera en que está hecha la historia, estoy relativamente de acuerdo. El único problema real que tengo hasta el momento es que está terriblemente escrito. Es como si me hablara una persona completamente diferente. Supondría que es el sentido de volver a encontrar viejos textos e intentar leerlos con una voz propia. Recientemente he estado esforzándome por escribir de manera que parezca que soy yo le que está hablando, como para que quienes me conocen de una vez escuchen mi voz y se imaginen las poses que hago cuando narro alguna especie de historia ridícula, por que, eso sí, siempre tiene que llegar a los límites inimaginables de la ridiculez cotidiana. Esto, por otro lado, hace bastante contraste con lo que digo a la gente de mis trabajo. "Escriba las cosas tal cual son y luego las arregla para que queden bonitas". Muy funcional, como nuestro trabajo, pero en contra vía de todo lo que yo quisiera hacer. No sé hasta qué punto uno pueda relacionar cosas tan cotidianas como esa con Víctor Frankenstein, un tipo sesudo y dedicado que no sabía que era lo que estaba haciendo. Quizá para poder relacionarlo debería dedicarme profundamente a una acción llena de propósito pero con finales inesperados. Si lo relaciono con mi deseo de que al leer esto escuchen mi voz quizá debería esforzarme un poco más para que otras personas escuchen cómo es que hablo y así puedan "entender" lo que escribo en este preciso momento. Quizá debería hacer un podcast. No sé).

Como novela de ciencia ficción no tiene gran valor. No hay, como tal, un desarrollo de la parte científica de la novela (que si bien está presente, no es importante) y entraría más en un género de fantasía limitado por las características de la época. (¿Qué?) Supongo que esto se justifica a sí mismo cuando Shelley introduce los detalles sobre alquimia y ciencias, dando la idea posibles juegos mágicos y no científicos. (Cuando veo este tipo de cosas es que entiendo mi propia estupidez. Me regodeo constantemente en tener la razón. Disfruto a profundidad cuando nadie puede contrariarme, pero es increíble la sensación al ver mi tremenda ignorancia. Es como una ocasión en la que -producto de mi desconocimiento - se me ocurrió escribir que Chéjov nadie lo conocía. Pero en realidad era al revés, es más... sigue siendo así. Yo no conozco a nadie. Ahora, para rectificar mis pensamientos, hace unos años escribí una novela de "Ciencia Ficción" para graduarme de la universidad. Al final, la historia no tiene la ciencia como su eje fundamental, sino los personajes que actúan en la historia. Pasa lo mismo aquí. Yo hice una vil copia. Pero eso no quiere decir que la novela de Mary Shelley no sea una novela de Ciencia Ficción. Al contrario. Si hay entre las dos una que entre más en el género, es la de ella, no la mía. Aunque el meollo del asunto con el monstruo está en que si es humano o no, en que si merece existir o no, tiene suficientes detalles y está tan coherentemente construida -tanto en lo científico como en lo psicológico en todo lo demás -que leerla de tanto en tanto no puede calificarse más que como un placer absoluto).

También puede pensarse que la criatura ha sido una creación en la mente de Víctor, pero la última escena del libro lo desmiente. Ella tuvo -la autora- la manifiesta intención de dar a entender que la criatura era real.

En este punto acaba la reseña original. Inconclusa queda y a parte de esto quedó el siguiente dato:

La primera adaptación cinematográfica realizada de Frankenstein fue hecha en 1910 por una productora llamada Edison Studios. 

Por los menos las tres primeras adaptaciones cinematográficas guardan un nivel de fidelidad alto en relación al libro: 
  • En la primera adaptación (Frankenstein, 1910, Edison Studios) la historia, muda, permite reconocer bastantes de los hechos claves de la historia representados con una singular simplicidad, como por ejemplo el primer encuentro entre el Monstruo y el doctor Frankenstein o la aparición del amigo del Doctor poco después de que el Monstruo tomara vida. Pero al tiempo tiene cambios de historia como el final.
Fin de la recuperada reseña.

sábado, 10 de noviembre de 2018

De la norma

Había aquí antes una introducción sobre la flexibilidad y cómo con el tiempo me he vuelto más relajado. En vez de eso, sin importarme nada, paso a lo siguiente:

Cuando me veo, cuando observo el lugar en donde me encuentro, cuando me pregunto sobre el camino que recorro, cuando recuerdo los pasos que he dado y las cosas que olvidado, los ojos, las manos, los vientos, solo pareciera que yo me dejo llevar sin ningún sentido en particular. Estoy aquí solo por estar, traído al mundo por un amigo, empujado por un desconocido con el que siempre hablé.

Cuando vivía en otra ciudad creía (y decía con completa tranquilidad) que el viento era mi amigo. Que la lluvia llegaba cuando me entristecía, que mis oídos estaban hechos para las palabras de la brisa en la mañana y el arrabal de la tarde; cuando salía me atacaban chapuceros de mentiras en venganza por mi olvido. Incluso en una ocasión dije tener tal influencia en el viento que podía traer un rayo a mi mano, todo místico (y hablador, como siempre) levanté la mano al cielo ya agitado y dije "ven, muéstrales".

Calló la mirada de los tres, la muchacha que me gustaba y mi amigo esporádico, cayó la luz y el estruendo llenó el aire que nos rodeaba.

Al día siguiente, igual, la chica se fue llorando porque no tenía cupo en el retiro y yo, sin la ayuda de mi amigo, no pude más que mirar desde la distancia sus lágrimas tristes en la lluvia.

Quizá desde entonces nunca más volví a hablarle, así que ahora me desdoblo, con la esperanza de que estas palabras que nunca podrá oír de alguna manera lleguen.

Solo quiero decir: "Ven, muéstrame".

sábado, 13 de octubre de 2018

Objetos (1)

Quiero hacer una mesa desde hace un tiempo. He hecho varios dibujos de cómo quiero que sea pero, en general, esto es lo que se me ocurre:

Otro mal dibujo de los míos
Es, por supuesto, una mesa de trabajo. Sería un lugar para comenzar con otros objetos que me gustaría completar. Pondría un cajón para guardar una que otra herramienta, una prensa de pierna para aprisionar maderos para cepillar, haría todo lo posible por mantener plana su superficie y todo lo posible por dejar marcas de colores, golpes y rasguños desde el primer día en que terminara de construirla. Sería como un cuerpo humano, todo lleno de marcas que la vida pone, estrías en la piel, cicatrices de nacimiento y cicatrices de accidente. Un lugar para crear o, por lo menos, para sentarme a mirar la pared sin ningún propósito en particular.

Quiero hacer una mesa para tener un espacio así como se dan encuentros con otras personas.

lunes, 8 de octubre de 2018

Templanza

En una ciudad donde no hace sino llover, es todo un evento cuando para y se puede salir a la calle sin llevar un paraguas.

Hay una cantidad de acciones pequeñas que se vuelven posibles en el intermedio de la tormenta y su próxima iteración.

En la mañana contrasta el aliento con el mundo frío. Nuestro cuerpo caliente casi logra evaporar el aire húmedo a nuestro alrededor. En la tarde, cuando las sombras desaparecen, buscamos incansables un lugar para escondernos y ver en la distancia el calor distorsionando el asfalto. Al atardecer, poseídos por los colores nuevos, observamos detenidamente desde el techo de nuestras casas como es que el sol termina de esconderse. Son los mismos momentos, pero el tiempo se siente diferente.

Con el cielo despejado se vuelve posible observar las estrellas. Parejas y grupos se sientan desde donde puedan observar cómo la noche pasa, límpida, sin mancha alguna, hasta que la madrugada alcanza. Han apagado todas las luces de la ciudad, no se necesitan en medio de tanta claridad. La luna refleja el sol con fuerza y los ojos, ávidos de luz natural, hacen de faros para los deambulantes que buscan donde encallar. Para todos es una pausa placentera, algunos la disfrutan solo por la compañía, otros se dedican a hablar de los secretos que en la vida cotidiana no pueden salir, los que están solos se regocijan solo por la oportunidad. Es un momento íntimo entre dos, el yo de ahora y el de siempre que evita mirar al cielo.

Pero en cualquier momento regresa la eterna lluvia, así que solo hay un puñado de tantos momentos que se pueden crear, de los que solo algunos serán encuentros verdaderos, un espacio de compenetración extrañamente duradera, una marca en el recuerdo como la marca de manos apretando con fuerza una cintura.

Yo no sé por qué pero la espera por esos días de sol se me hace muy apasible. Levantarse en medio de la noche y escuchar las gotas repiquetear contra el tejado es canción de cuna ideal para volver a las cobijas y seguir durmiendo. El mundo sumergido mantiene el sopor, expande con fuerza un deseo porque pase más rápido el tiempo mientras espero a que llegue el día en que regrese, una vez más, la oportunidad de las madrugadas bañadas solo en el rocío, las tardes brillantes y de sombras largas y las noches despejadas para hablar tranquilamente de cosas de la vida.


viernes, 28 de septiembre de 2018

Perdido

El mundo se mueve a una velocidad diferente. Para mi la noche es el día, la madrugada el atardecer, la mañana mi tiempo de dormir. Mientras en las calles todos salen raudos a sus trabajos y estudios, afanados por el trafico y las colas enormes, yo desde la ventana observo las líneas de personas como hormigas y deseo llegar a mi casa, llegar a mi cama y no despertar en el mismo lugar.

Para olvidarme del mundo tenía la tarea de escuchar la música de otra persona. Habían listas extensas cuidadosamente curadas para hablar de un tiempo, y me había ordenado ya para enseñarme a otros sonidos que no me pertenecían. La calle, la gente que la habita. A pesar de mi desprecio (que en realidad es un reacio temor), escuché durante horas lo que cantabas voces ásperas de tanto aguardiente sobre la muerte, el odio, la venganza, la familia, la redención y todos los otros temas que se repiten en el día a día. Escuché en orden, con paciencia, hasta las canciones que nunca realmente me gustaron.

Otro mal dibujo de un tipo parado en la nada
Pasado un tiempo más que el ejercicio, se había vuelto un intento por leer la mente de la creación. ¿Por qué estas y no otras canciones? ¿Por qué en este orden? ¿O solo están ahí para ser aleatorias? Me inventaba historias detrás de las canciones, historias que no eran de quienes cantaban o interpretaban, sino de quien había escuchado una vez el beatbox en la sala de un amigo, antes de conocer tantas otras cosas, sorprendida de que se pudieran combinar esos ritmos con esas palabras, con esa claridad, con esa indecencia. Me imaginaba la historia de una persona sorprendida y que al volver, solo podía recordar la sorpresa.

Y no solo era la imagen de una sonrisa que disfrutaba la música repetirse en la noche, descansando sobre una cama; era también la cara de terror de los barrios oscuros y sucios por lo que hubo que caminar alguna vez con la esperanza de no encontrarse a nadie y que, si había alguien en el camino, fuera una persona que pudiera acompañar y no amenazar. En los caminos oscuros de mis sueños sobre otro, me insertaba -con el deseo de que me fuera concedido un lugar en medio de tanta selección, tiempo y repetición- en medio de la calle oscura, y era la persona que acompañaba y protegía de la noche oscura, e invitaba a otra travesía, y aseguraba que todo podía estar siempre mejor. Al mismo tiempo, esa idea era más la expectativa, un futuro vaticinado en otra línea del tiempo, quizá.

Así yo fui armando mis listas, robando un poco de allí, prestando un poco de allá, como asegurándome de que si algo pasaba y podía contrastar mis imaginaciones con la realidad, iba a tener las herramientas para hacerlo.

Pero en medio de eso se aparecieron los cambios. No lo esperaba. De pie, sin caminar, todo se ve cual puntos claros en una noche oscura, mientras todo esté sin nombre. Por que esté en algún lugar no quiere decir que sepa en donde estoy exactamente.

Por eso todo parece inextricable. Todo parece fuera de alcance. En esas, al horizonte solo se le veían las sombras del camino de rocas. Donde yo creía que había una mente, una lectura sencilla, una búsqueda sistemática, había en realidad una persona. Y no hay orden que valga para tal caos. Solo podré entender si me dicen "Mirá, así soy yo."

jueves, 20 de septiembre de 2018

Sobre el estado de las palabras

No tengo palabras. Me las he acabado. Las que me prestaron me las quitaron.

Las que quedaban se fueron y me sumí en silencio durante mucho tiempo.

Ahora, si todos somos como islas, ¿dónde quedan los caminos? ¿Por donde van nuestros pasos? ¿Habrá intersección alguna en la vía? De haberlos, no serían los típicos caminos de tierra, al andarlos no levantaríamos polvo, ni quedarían las marcas de los pasos sobre el terreno escarpado.


Casi tanto como he pensado las personas como islas, viene a mi cabeza la imagen de un cuarto vacío. Enorme y con sobras de otras vidas desperdigadas en las esquinas, como si fuera una especie de San Alejo de la existencia. A veces tiene estanterías, a veces solo plantas enredaderas que se asoman por la ventana, a veces solo sombras sobre el polvo, a veces solo la puerta de salida. Es un lugar de donde entran y salen multitudes de cosas y que nunca tendrá un "estado final".

A veces llueve, a veces golpea el sol con toda su fuerza. En una esquina una ventana está rota y por el hueco minúsculo que queda entra una enredadera que se asoma a la habitación vacía. Es curioso cómo el mundo va introduciéndose en donde se ha "detenido" el tiempo, donde solo se acumula polvo sobre los recuerdos y ni el viento puede levantar la capa gruesa que oculta toda existencia.

La habitación está allí, en donde sea que la ubiquemos, y rara vez nos sentimos compelidos a entrar en ella. En mi caso, permití la entrada y se llevaron los libros que había dejado guardados. A cambio me dejaron papeles y objetos, algunas páginas escritas a mano sobre el suelo, desperdigadas y cubiertas por el polvo, pero nada que me perteneciera realmente.


jueves, 13 de septiembre de 2018

Engaño primero

Aun con todos los esfuerzos, siempre queda un compromiso.
Es chévere creer que no, que uno tiene la libertad de hacerse el loco, engañar la mente y el espíritu y salir completo de ese destino que hemos encontrado, pero eso es puro cuento.
Una de las muchas mentiras que nos contamos.

Y pensemos compromiso no como una obligación con alguien o algo, sino como poner una parte de sí mismo en juego, sea cual sea el nivel.

Comprometí mi tiempo, es decir que corro el riesgo de perderlo.
Comprometí mi espacio, así que me expongo a contaminarlo.
Comprometí mi vida, y puede que sin darme cuenta cambie por otra.

Comprometerse es, simplemente, ponerse en juego.

Otro mal dibujo con la imagen de mi pensamiento
Es como si encontráramos en un bosque a dos árboles que crecieron muy juntos. Hay uno bien pegado a la tierra que crece recto y con orgullo, mientras que otro rodea la base con sus raíces, ladeando todo le tronco hasta el borde de una una estrepitosa caída.
Uno diría que todo está bien, si ambos pudieron crecer no habrá ningún problema, y de a mucho, el que más sufra será el ladeado, que caerá en cualquier momento perdiendo toda posibilidad de vida. Pero el árbol orgulloso también sufrirá lo suyo, perderá corteza, algunas ramas caerán al agitarse con violencia, y ya sin la protección de  su amigo cabrá la posibilidad de que se seque y muera. 

El otro, por su parte, si bien tendrá una muerte más pronta (respondiendo a su condena), podrá albergar en su interior lo que del suelo se levante y empiece a habitarlo. Pedazos de musgo y pasto, alguna enredadera que se abra paso entre las grietas, animales que aprovechen de sus huecos o sus ramas o sus hojas. De alguna manera, vivirá para siempre en la humedad de la tierra. Así quisiera, no lo dejarán solo.

Aunque tampoco hay que echarse cuentos. No hay quien se salve del orgullo ni la entrega, así que al tiempo todos estamos caídos mirando al cielo, dejando secar un poco la existencia mientras la vida nos consume.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

El choque

Es una especie de cataclismo lo que ocurre cuando dos personas se encuentran de verdad.

Vuelan rocas de un lado a otro, polvo, plantas, animales; es una caída constante, partes de nuestra existencia que vuelan durante el choque de nuestras placas tectónicas.

Cuando menos lo espero veo como se acerca amenazante desde otros cielos una enorme masa de rocas, tierra y agua; toda una vida reunida y que en un instante irrumpe con violencia en mi tranquilidad. No suena lo que sale volando, estamos tan alto que la caída parece perpetua; solo escuchamos el resquebrajar de las pieles, como se abre la coraza, se separa la tierra y donde antes había una llanura ahora es montaña. Sin percatarme estoy entrelazado, cualquier movimiento hace crujir la existencia, a veces origen de placer, a veces dolor agudo. El crujido es tal que parece un trueno, y en los cielos que volamos a la distancia, parecemos uno solo, cuando en realidad son grandes manos que sostienen mis entrañas mientras en mis brazos sostengo toda su tierra bien junta.


Como cuando ocurren ciertas emergencias, la mente se bloquea y no piensa en más que en el choque fortuito y no en la separación; no piensa en las grietas que se forman, en las piedras que caen de su lugar y las pocas que se pueden salvar, no piensa en el posible desastre, en la tensión del vacío, de las carnes que ahora, solitarias, parecen propensas a romperse sin previo aviso, a caer en los suelos hechas polvo.

sábado, 1 de septiembre de 2018

La primera página



Tengo una libreta para hacer dibujos. Es relativamente incómoda, los dibujos son bastante malos, pero cumple con el propósito de representar una imagen que tengo muy clara en la cabeza. Pero lo que sale de esos intentos suele ser claro solo para mí, y con gran esfuerzo, quizá tras una larga explicación, claro para otras personas.

Este es mi primer dibujo en esa libreta. Un tronquito algo muerto de donde apenas sale una ramita y una hoja diminuta. Le han cortado el resto del cuerpo y en la corteza se nota que antes fue otra cosa. No sé si un árbol imponente o solo es que muy de cerca parece más grande de lo que en realidad es, pero de seguro algo diferente fue. Muy pegada a la base crece un pasto tupido, no se reconocen raíces, todas sumergidas bajo la tierra. Da la sensación de que el tronco es una tapa protectora, pareciera que es posible levantarlo y, tras un chasquido (como el que se hace con la lengua o el de una tapa de Gatorade), ver el contenido escondido por quién sabe qué clase de artífice.

No recuerdo porqué decidí dibujarlo. Ya fue hace bastante tiempo, así que solo está ahí como algo que hice alguna vez. De hecho, si miro las páginas que siguen también allí encuentro otros trazos que solo puedo identificar como algo que hice alguna vez. En algunos hay pistas del origen, por ejemplo, un dibujo que decidí llamar “el silencio” y parece una gran hoja con forma de hoz que está a punto de dejar caer una gota sobre unas piedras. Hay otras cosas que se pueden identificar, como un perro que alguna vez vi en la calle, o las cercas que encontré mientras iba en un bus, o un viejo reloj que quise retratar.

Tengo páginas llenas de objetos que conozco o reconozco, páginas que me pregunto cuándo empecé a llenar, páginas que sé nunca iba a terminar. Siempre que miro me pregunto por qué será que lo intento. Nunca he sido un buen dibujante ni me he dedicado con pasión a la tarea como para decir que con mucho esfuerzo pudiera lograr mejorar, por lo menos un poquito. ¿Por qué será que intento de tanto en tanto continuar con una tarea que se me sale de las manos?

¿No les ha pasado? Hay alguna cosa (o algunas) que definitivamente no pueden dejar de intentar pase lo que pase. No importan la cantidad de cosas que digan que será imposible jamás lograr algo, no importa que a cada instante se encuentre uno con diferentes negativas o con el simple y puro fracaso. Lo importante es no ser olvidado ni dejar olvidar.

domingo, 26 de agosto de 2018

En perspectiva

Una persona con su red
Llevo mucho tiempo pensando en las personas como islas flotantes con un árbol en el medio.

Por los aires circulas innumerables y son habitadas por una que otra bestia o pájaro silvestre.

Las islas se componen principalmente de rocas, alguna caverna llena de estalactitas y estalagmitas, arbustos y amplios terrenos en constante cambio.

Como ellas vuelan por ahí, sin algún rumbo determinado, no es raro que hayan choques entre ellas, origen de las deformaciones en el terreno y los cambios absolutos del paisaje.

De los sitios de choque solo saben los que participaron en el choque mismo; al mundo se ve como si nada hubiera pasado jamás, es como si en cada nuevo encuentro uno viera la total existencia del otro, la permanente esencia de algo que no se sabe cómo llegó a ser, ni qué llegará a ser.

viernes, 24 de agosto de 2018

La nostalgia

En la noche solía levantarme a mirar por la ventana la plazoleta del conjunto residencial en el que vivía.. Todo el mundo estaba dormido a excepción de unos cuantos insomnes. Me paraba en la ventana del tercer piso y buscaba otros edificios en donde la luz de alguna habitación estuviera encendida. Muy pocas veces encontraba algo pero estaba convencido de que tenía que haber más personas que estuvieran despiertas.

Pasaron los años y dejé de pararme en la ventana porque ya no estaba allí, las horas de la noche en que escrutaba la oscuridad cambiaron por horas de ocio sin sentido u objetivo, horas de elección y no de espera. Con el tiempo llegué a entender que la falta de sueño no era producto del inquietante sonido que producía la ciudad en la noche, sino el vacío evidente de la búsqueda inconclusa.

Irónicamente, en las tardes, luego de cumplir con mis pocas responsabilidades, salía a caminar por las vías del tren cercanas, observaba las hojas caídas sobre el pasto en derredor y sacaba fotografías del largo camino por el que sobresalían los rieles. Me iba solo a mirar un camino que quería tomar cuando era posible encontrarme con otras personas.

Y ahora tampoco salgo a caminar, ni a observar los árboles ni he montado alguna vez en tren y no sé cuando vaya a hacerlo (cosa que no parece estar en el horizonte). Ahora me despierto al final de la tarde y salgo por un café a la vuelta, y en el camino, aterido, observo la luna que esta baja e ilumina una porción del cielo mientras una nube se interpone. Ahora me monto en un bus y observo la basura que vuela libremente cuando no hay gente que la pise, veo las marcas en el asfalto, todas llenas de sombras que produce la luz mortecina que el humano engarzó en su poste.

En vez de buscar otros caminos, me escucho decir que me quedé esperando un cambio, una novedad. Pero eso solo quiere decir que me la perdí o que cuando tenía que tomar una decisión no lo hice. La ignorancia o la inercia.

Igual todo esto queda en el olvido, lo que perdure se convertirá en sonidos familiares u olores distinguibles, como el de la madera quemada al final de la tarde, que me habla de un tiempo que no he podido ubicar aún. Se sumará todo al conjunto de cosas sobre las que reacciono y si hay alguna cosa que valga la pena de todo eso, seguramente vendrá a golpearme en la cara cuando menos me de cuenta y terminaré roto en el suelo.

Lo triste es igual de inesperado a lo feliz, así que no vale la pena preocuparse por evitarlo.

sábado, 18 de agosto de 2018

Una manera de saber que ha sido importante

Sería curioso encontrar un pajarito que engañara a quienes lo siguieran. Pusiera señales varias en la ruta y mantuviera la distancia justa para que nunca pudieran atraparlo. Que ese fuera forma de vida, pues al perseguirlo otros animales estoy tumbarían al suelo comida y materiales para posibles refugios.

Sería un pajarito asustado. Saltaría de rama en rama cargando solo lo vital (en casos particulares, cargaría sus polluelos, no sé como), pero dentro habría un sentimiento de agradecimiento y amor por los cazadores que van en su búsqueda. ¿Cómo no amar a quien te alimenta?

Como agradecimiento, el pajarito canta una canción, la silba incesante en las noches, arrullando a las bestias que en el suelo esperan el amanecer para arremeter una vez más.

Una persona alguna vez capturó un pájaro de esos pero al poco tiempo se murió sin motivo evidente. Quedó sentado en su jaula, entre comida y excremento. La misma persona volvió a intentarlo, puso una jaula más grande y atrapó dos, uno macho y otro hembra, pero no salió como esperaba. El macho fue asesinado y la hembra murió con un par de heridas sin tratar. Definitivamente no podían vivir así.

En esos días no pudo escuchar ni una vez el cantar de las aves, así que fue nuevamente al bosque a oír cómo era que cantaban. Se volvió una costumbre y cambió la jaula para exponerlos en casa por una excursión para oír esos tramperos cantar.


martes, 14 de agosto de 2018

El Castillo de Kafka

Un dibujo mío de El castillo
Me dijeron que leyera "El castillo". Fue hace unos dos años que seguí ese consejo y desde entonces el libro se quedó guardando polvo en la parte superior de mi escritorio. Esta junto a "La metamorfosis" y una colección de micro cuentos y dibujos. Esos tres libritos de Kafka están rodeados por diccionarios, ensayos, revistas universitarias sin destapar, fotocopias y un par de autobiografías que tuve que escribir a lo largo de mis estudios. En resumen, está con las cosas que no suelo mirar.

Allá en la distancia estaba el castillo al que buscaba acceder nuestro agrimensor, igual de distante que está mi copia de su historia, Arriba, en la distancia, envuelto en tinieblas no solo físicas, sino también procedimentales; el eterno muro infranqueable que Kafka constantemente nos presenta. Es igual que en "Ante la ley", un mequetrefe intenta enfrentarse a los dictámenes de un ente superior y falla miserablemente.

Él en definitiva la tenía clara. Ese era su tema, su obsesión. El muro infranqueable al que siempre nos enfrentamos. Obviamente hay muchos otros temas. Hay cosa que ni siquiera le interesaban pero quedaron allí igual, hay cosas que ni siquiera fueron puestas pero al leerlas aparecen como si siempre hubieran estado allí. Solo creería que, después de ver tantas veces repetida, de maneras diferentes, la misma incertidumbre, la misma desazón, esa tendría que ser una obsesión, algo que necesita sacar de alguna manera, a ver si la vida cotidiana se hace más soportable.

No es que envidie su vida, porque en las historias está teñida de una tristeza insoportable, una pesadez que quién sabe a donde lleve a alguien como yo; pero si quisiera tener tan claras las cosas como él.

Ahora, también, cabe aclarar que si no quieren hacerse preguntas, mejor no lo lean, porque en esas es que uno termina, preguntándose. ¿Por qué?

Desde la ventana

Me gustaría contarles algo chévere. Algo que llamara la atención, que los atrapara un rato e hiciera que se olvidaran de sus preocupaciones. Pero al final yo siempre termino hablando de las mías propias, las imágenes que vienen a mi cabeza y soliloquios desproporcionadamente irracionales.

Una de esas cosas es la imagen que me hago cuando me recogen en la noche. El automóvil (una van muy pequeña en donde apenas si caben mis piernas) se desliza a toda velocidad, cayendo en todos los huecos y obligándome a saltar, y arrastra las luces de los postes, las casas y otros carros a los lados. Dentro puedo ver las calles vacías de personas, llenas de basura y mugre, los rastros de que alguna vez alguien estuvo ahí y no le importó en lo absoluto. Más que una descripción viva, la imagen que tengo es una lista de cosas. Bolsas que vuelan entre los carros, rieles fríos llenos de piedras y personas, caños sucios de agua estancada donde pululan las ratas, edificios cerrados porque no son las horas de negocio, lotes vacíos que se convierten en basureros, otras personas que en su mayoría regresan mientras yo salgo. Puentes, fachadas, gasolineras, restaurantes, cementerios. Hay una gran cantidad de cosas que son la ciudad de noche y, una y otra vez, inundando mis recuerdos de la soledad de la noche, cambiando los días por imágenes en blanco y negro.

Yo no sé que tiene la noche pero termina siendo mejor que sea para mi.

Aquí es cuando comienzan las palabrerías que en general no tienen sentido. Seguro es que comienzo a hablar en un código especial dependiendo de eso en lo que esté pensando. Uso ciertas palabras para llegar a ciertas personas, uso ciertas fórmulas para que sean leídas de cierta manera. Publico en ciertos momentos para responder a eso mismo. Un código que esperaría que entienda el aludido, pero, al final, solamente entiendo yo, que soy el que pienso y siento en concordancia con ese código inventado.

Y decimos que hablamos el mismo idioma.

Trabajando me he dado cuenta de cómo todos hablamos de una manera completamente diferente. Ni siquiera son las palabras las que comunican, son determinadas acciones las que se interpretan y depende de uno entenderlas. A veces se envían mensajes al aire con la expectativa de que alguien los atrape, o por lo menos los reciba como se recibe una roca del cielo.Hay gente que puede entenderlos y gente que no. Gente que decide ignorar esos pedidos y gente que los usa para su propio beneficio. Nos comunicamos como nos sirve, como ganamos paz mental. Nunca es completamente honesto lo que decimos, pero siempre y cuando con eso hallamos completado el mínimo de comunicación para nuestro estándar, todo estará bien.

Yo quisiera decir que funciono de manera contraria. Que me comunico claramente, que pregunto lo que ha de preguntarse, que interpreto el lenguaje de los demás y busco las mejores palabras para un mutuo entendimiento. Pero sé que no. Yo entiendo lo que quiero entender y comunico solo parte de lo que tengo en mente. Hay tanto que se queda por fuera.

Es por eso que me recogen y me llevan, porque prefiero ver desde el otro lado de la ventana toda esa mugre y desolación a ser parte de ella.

Bueno... aunque al final todo eso es un engaño.

domingo, 12 de agosto de 2018

Un libro que no he terminado (El plantador de tabaco - John Barth)

Fragmento de la portada de la edición de Sexto Piso
He aquí un nuevo Quijote, la historia no de un caballero nacido luego de leer muchas novelas de caballería, sino de un poeta nacido luego de leer mucha poesía. El nuevo Homero americano (nacido en Estados Unidos de América, pero criado en Inglaterra tras la muerte de su madre), un tipo alto y flacucho que parte en busca del amor, la fortuna y la fama que pueden traer sus fabulosas palabras; hombre de repentina fama, adquirida por cosa de un título futuro entregado por un Lord en declive.

En su ineptitud, Ebenezer (nuestro poeta) se enamora, sin ningún motivo particular, de una prostituta amiga de la taberna en donde suele ir a escuchar las tertulias de "intelectuales". Ella se ofrece insistente mente por un pago reducido y él se niega en nombre de su profundo amor. Aun que no sucede nada entre los dos más que el tiempo que comparten en la pugna por llegar a un encuentro carnal que nunca llega, a Ebenezer le cobran (a un costo bastante alto) ese intento por hacer que pierda la virginidad.

De ahí arranca su travesía llena de palabrería adornada, poca profundidad e incertidumbres nacientes de historias inconclusas. Saqueos, robos, reclamos, hay de todo en el camino que emprende a Maryland, la tierra prometida de su padre, en la que debería ser capaz de crear un poema épico que hable de la gente, la tierra y las maravillas encontradas en ese paraíso terrenal que se supone que es el nuevo continente.

Pero yo me quedé en la página 245. No avancé más de ahí invadido por un cansancio extremo. De ser un poco menos persistente, habría dejado la historia muchas páginas atrás. Aún así, la idea de que eso no es ni la mitad (ni un cuarto) del camino para llegar al final de la historia me abruma. Quién se pueda esforzar tanto para llegar a la conclusión, que por favor me lo diga.

Ahora, puede que no sea culpa del libro. Puede ser pura cosa mía. Yo, que no tengo las energías suficientes, que ahora necesito es el respiro corto pero denso de las novelas cortas, que no tengo cabeza para concentrarme en una sola cosa, sino que voy saltando de pensamiento en pensamiento en busca de un asidero. Quizá, cuando mi cabeza se calme, pueda volver y sentarme al final de las tardes a leer una página tras otra. Quizá significa que solo quizá.Es muy incierto, porque, aunque para todo hay momento, hay cosas que se intentan una sola vez en la vida y de ahí en adelante uno no se las vuelve a encontrar. No me da miedo que no vuelva a intentar este libro, pero una cosa siempre recuerda a otra, así que también preferiría no dejar la lectura incompleta, solo para no recordar que ahí se quedaron cosas pendientes.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Arrasad las semillas, fusilad a los niños - Kenzaburo Oe

Un fragmento de la portada
No tiene pelos en la lengua este hombre al momento de hablar de la intimidad que viven seres humanos amenazados constantemente por la muerte. No teme comenzar su historia con unos niños que muestran sus circuncidados penes a las señoras del pueblo campesino local, ni teme que esos mismos niños hablen de cómo desearían encontrarse con algunos cuantos cadetes para pasar una noche calurosa. Son niños, solo se los denomina así, no se dan edades, no se los describe mucho, así que son solo niños, pero ellos hablan así.

Minami tiene que aplicarse un ungüento cada mañana en el ano pues la última vez que vendió su cuerpo quedó resentido. El niño es la imagen de la irreverencia; intenta escapar en varias ocasiones, arrastra a otro con él para después dejarlo a su suerte y despreciarlo por resultar un lastre más que una ayuda, se pelea con los otros muchachos por la supremacía y, aunque pierde, sigue buscando el ángulo desde el cual puede disparar sino golpes, por lo menos palabras asesinas. Y ese mismo espíritu invade al de todos los niños que "profanan" los hogares de los campesinos que supuestamente tienen que acogerlos.

Es la Guerra, pero no solo la mundial, sino la de supervivencia entre gentes de un mismo país. Los campesinos son detestables, unos seres envidiosos, agresivos, temerosos de la diferencia hasta el punto de creer que unos simples niños traídos de otro lado pueden ser el augurio de una tragedia. No les importaría matarlos a todos si no fuera porque necesitaban mantener una imagen; así que solo muestran un poco de sus intenciones y van desahaciendose de lo que pueden. Primero los abandonan a su suerte, luego los ajustician como criminales. Lo que sea a su mayor conveniencia será el resultado final, la realidad.

Nuestro niño narrador es el hermano mayor de todos. Solo es el hermano real de otro niño -que es su hermano en toda la historia,  y que todos los demás niños llaman "tu hermano", así que nunca sabemos el nombre de ninguno de los dos - y a pesar de todas sus acciones por apoyar al grupo, no todo en él es bueno. Resulta ser un violador, un muchachito orgulloso y que repudia profundamente lo intentos de otros por aplacar su virtuosidad. Qué admirable, ha de pensar él que es. Y al final solo queda la desesperación.

Si habláramos de justicia necesitaríamos concluir que eso no existe. Que la justicia se la inventaron y la dejaron tirada en algún lado cuando empezaron a contar esa historia. La justicia resulta ser algo con lo que no se puede hacer nada. Nunca nadie puede hacer nada. Nosotros no podemos hacer nada.

Ojalá tuviéramos más la capacidad de decir las cosas de manera tan cruda como él. Sería bueno seguir el ejemplo y dejar todas las rocas levantadas, en vez de ocultar en artificios los miedos y los secretos oscuros que pudiéramos tener. Posiblemente nos mataríamos unos a otros del dolor, pero sería mejor que morir engañados.

Aunque, quizá, podríamos aprender...

Explicación

Al final, lo único que poseo en realidad son las palabras que junto y, por asares de la vida, hablan de mi, los demás, y cosas que nada tienen que ver con el mundo real.

Siempre que escribo hablo sobre mí. De alguna manera, así no lo quiera, termino inserto en lo que he escrito, pensamientos y sentimientos que se filtran son obsesiones con las que lucho, pero que a fin de cuentas no puedo controlar. Si nombro la tristeza, es porque la siento; si hablo de la soledad, es porque la siento. Y puede que desde lejos parezca improbable que sea yo el que experimente mis historias, pero no se trata de las historias en sí mismas, si no lo que evocan.

Y no importa si no ves donde estoy. Si lo que yo te cuento genera algo, una duda por lo menos, ya estoy haciendo algo bien. Ahí es cuando hablo sobre ti. Si al leer alguna cosa que escribo tu necesitas detenerte a observar por la ventana, tomar una pequeña pausa o comunicarte con alguien para confirmar que las cosas siguen como son, creo que estoy haciéndolo bien. Habría logrado convertir mis experiencias en algo con lo que otro se pueda relacionar, aunque por mi no haya ningún miramiento.

Aunque hablemos de artificios apunto a ser sincero en toda situación. Así me auto-proclame charlatán, así diga que la mitad de mis palabras son inventos, quiero atenerme a la verdad. Pero la verdad no es solo lo que diga al pie de la letra, son los motivos detrás de una palabra, de una pregunta indeseada.

¿A dónde llegará lo que intento decir? ¿A quién llegará?

De todas maneras hay que recordar que todos hablamos a alguien directamente, así sea a nosotros mismos. Cual sea el mensaje ya se definirá. Hay que seguir intentado llegar lo más lejos que la voz alcance.

domingo, 5 de agosto de 2018

Atrapado sin salida - Ken Kesey

Un rostro de portada

No sabría decir exactamente por qué me costó tanto leerlo. Al comienzo pensé que era la edición. Oveja Negra, 1984. Un libro de letras apretujadas y tinta ligera que parecía que se borraría si solo pasaba mi dedo sobre las letras. El contraste con libros que acababa de terminar (por la comodidad del formato, por lo nuevo de su estado) quizá me frenó un poco al regresar a esas ediciones que leía cuando estaba en la universidad, las que compraba en los agáchese de cuarta mano, donde siempre había una oportunidad de encontrar una joya de libro con dedicatoria de amor eterno para Elvira, quien había terminado por regalar o vender el preciado título.

Cuánto he degenerado, ahora que no busco con la misma emoción esas historias secretas que se esconden tras las portadas de os buenos libros. "Te entrego estas letras que no son mías pero al leerlas pienso en ti y pareciera que las hubieran escrito por mi para ti".

Ayudó mucho mi afán por regresar el tomo a su dueña el que hubiera logrado terminarlo. Tenerlo listo era una excusa personal, pero entre más me acercaba al final menos quería regresarlo. Igual lo tengo, igual quiero devolverlo, pero en el fondo permanece la historia. Esa no me puede abandonar, así que puedo dejar el os dobleces de la portada, donde se ha caído la pintura, regresen a su dueña sin problemas.

Ahora, no sé si mi voz pueda llamarla y hacer que se de cuenta que estoy aquí, con su libro en la mano, esperando a que me lo reciba de una vez por todas. ¡Ven aquí! ¡Ey! ¡Te estoy hablando! Parezco el Jefe, narrador de la historia, que guarda silencio en estos momentos porque en el pasado por más que hablara, gritara o lloriqueara, nada  parecía llamar la atención de los "adultos".

Incluso cuando habla por primera vez en diez años parece una cosa de fantasía. Parece un hecho que no estuviera sucediendo. La conversación en medio de la noche que sostuvieron el Jefe y McMurphy parece una fantasía de las muchas que el loco que nos cuenta esta historia tiene a lo largo de la novela. Las primeras palabras que dice no son palabras, son la historia de que dice las palabras. Las siguientes palabras que pronuncia son el desgarrador sonido del silencio que se manifiesta por fin y de ahí en adelante es el dolor que padece lo que traduce sus palabras, dolor que los otros locos entienden y pueden interpretar. 

¿Cómo podría ser de otra manera? ¿Cómo podría ser que la locura no fuera colectiva y hablara u propio idioma? De hablar como todos los demás, la Señorita Ratched habría armado tremendo escándalo ¡Y este indio! ¿Qué? ¿Cómo es que habla? ¿Después de todos estos años? Eso era lo que me imaginaba, pero no sucedió en lo más mínimo.

Solo podía ser que hablaba en otro idioma, o que ella también estuviera loca.

Supondría yo que parte de la degeneración es considerar que yo también lo leo en otro idioma, y por eso me parece de fantasía que el Jefe pudiera decir algo en realidad. Así que hasta que no descubra en que idioma es que me parece de lo más natural que él diga palabras, yo también podría preguntarme si estoy loco.

La verdad

Ahora que me pongo a pensarlo, nunca he sabido controlar muy bien mis sentimientos.

Cuando llega el momento en que algo empieza a surgir temo el resultado porque, en general, termino yendo a los extremos. Amor profundo, odio profundo, tristeza profunda, profunda decepción, profunda alegría. Ciclo, de tanto en tanto, entre mis sentimientos más fuertes dependiendo de lo que suceda. Y si la incertidumbre ataca, salto de un lugar a otro, buscando una seguridad que muy probablemente no voy a poder descubrir por mi mismo.

Estaré iracundo, mantendré la calma, lloraré en la oscuridad -completamente compungido, herido sin reparo -, gritaré cuando no pueda más, o estaré muerto de la risa, entre dolores de estomago algo espasmódicos. Pasaré de un lado a otro con la velocidad de un rayo y todo para encontrar un asidero. A ver si en alguna cosa puedo sostenerme un poco, a ver si alguien se apiada de mi y con una palabra me libera de no saber qué está pasando.

En general, quienes me conocen, saben que sobre todo tengo una opinión. Pero eso no necesariamente significa que tenga un interés o un conocimiento. No me interesa mucho la vida de los demás. En general pasan desapercibidos los nombres de aquellos con quienes convivo, se vuelven todos caras difusas que traen a mi la imagen de sus preguntas, pero nunca la de sus propias identidades. Así es también con lugares, objetos y acciones.

No quiero ir nunca a ningún lugar, no me importa cómo sean las cosas, no quiero nunca hacer nada. O, por lo menos, no me nace en lo absoluto. Si me encuentran sentado en una banca de un parque, mirando las hojas viejas de los árboles que caen, tapando el camino de regreso a casa, van a darse cuenta que estoy allí por estar. Si me preguntan alguna cosa, responderé con el entusiasmo de quien encuentra un hueco y no soporta dejarlo vacío. No me nace, no me interesa y no lo hará.

Pero, cuando es al contrario, y lo saben quienes me conocen; difícilmente puedo liberarme de la pulsación que me impele a buscar desesperadamente lo que mi corazón anhela. A quien le haya dicho alguna vez que la quería, cuando lo dije lo decía en serio. No había nada que no hiciera para lograrlo, así fuera desde la distancia eterna. Así fuera desde la imposibilidad. Es lo que sigo haciendo a quien digo que yo quiero. Desesperadamente.

Y digo que no puedo controlar todo eso porque se nota en mi mirada. Ahora que lo pienso, siempre se ha notado en mis expresiones, que son usualmente planas, desinteresadas, pero que se transforman nada más empieza a subir la presión de mi pecho, empieza a atacar el frío en mi cabeza y se arma el nudo de mi estómago, que dolerá hasta que tenga una respuesta sobre la que yo pueda tomar una decisión. En grandes niveles, sufro, aunque no quiera, aunque me diga que no debo hacerlo, aunque encuentre que no tengo motivo alguno.

Así que si alguna vez me dejaste con alguna duda, si alguna vez hiciste algo que preferías esconder de mi o que su significado solo se me revelaba parcialmente porque no me dabas toda la información, te lo pido, completamente desnudo en toda la debilidad que esto me pueda causar, sácame de la duda.

Si por algún motivo crees que no me he dado cuenta, que no me puedo estar preguntando sobre el asunto, deja de engañarte. Todos sabemos que me doy cuenta así no quiera. Que observo las acciones de los demás así no sepa que hagan, que estoy distante y callado no porque este lejos, sino porque estoy demasiado presente, al tanto de todos los movimientos, incluso de los que no tienen significado.

Así que sáquenme de la oscuridad. Es mejor de esa manera. Ayúdenme a pararme en la luz. Dejen que yo sepa lo que no han querido, así me haga daño, porque no hay daño mayor que yo pueda sufrir que no saber, que dudar, que intentar creer en una cosa cuando mi interior me dice otra.

Todos podemos hacernos el favor.

jueves, 31 de mayo de 2018

Y que no digan que no lo intenté


A mi no me gusta el fútbol para nada. Qué pereza, deporte tan soso y aburrido en donde uno solo debe mirara a veintidós tipos en pantaloneta corretear de un lado para otro tras un balón.

No hay peor plan que ver un partido de fútbol. La pantalla, los comentaristas, la emoción injustificada y esas pequeñas riñas de apoyo no se alcanzan a pagar, normalmente, en la comida y la bebida. Iría en alguna ocasión a un evento de esos, pero tendrá que ser para verme un rato con una chica que me guste mucho, o un favor para alguien desesperado que no puede evitarlo.
Nunca dejaré de sorprenderme la arcaica pasión con la que muchos de mis amigos y familiares se sientan a mirar a esos tipos intentar pasar el balón por la meta cual fueran ellos mismos los que jugaran, una pasión tan fuerte que, de tanto en tanto, querría sentir un poco y, aunque no lo parezca, intenté llegar a tener.

De pequeño la primera traición que sufrí fue la de mi amigo de infancia. Él había preferido irse a jugar con los otros muchachos mientras yo me quedaba solo en el colegio. No recuerdo bien como fueron todos los eventos, pero en el fondo sentí el dolor de esas soledad inesperada. Después de eso, en intentos desesperados por acercarme a él, pasé muchas vergüenzas de las que no me percaté: me uní al equipo infantil del colegio, hice que me compraran el uniforme del Cali, en un partido golpeé e la cara a otro niño con un guayo; yo era malo pero me dejaban jugar por ser hijo de un profesor.
De ahí quedó lo que mi hermano y yo llamábamos "la fiebre del fútbol."
A él si le gustaba, aún le gusta, pero como sabía que a mi no, buscaba una excusa con la cual ponerme a jugar. Todo solía empezar con el PlayStation, cuando me veía jugar Yu-Gi-Oh y decidía que de repente era bueesna idea poner el Winning Eleven 9 y que él intentara ganarme con un equipo aleatorio. Yo era, contra él, un experto despejador. Se acercaba a la meta con algún jugador de nombre alemán y yo respondía con una patada tan fuerte que el balón terminaba al otro lado del campo, muy cerca de su propia portería. Eso nunca me significó la victoria, pero sí mantenía las derrotas en un bajo conteo.
Las condiciones de su victoria solían ser las mismas: luego de un buen rato de despejes en el preciso momento, comenzaban las quejas, que no, que qué aburrido, que muy mamón jugar así, que yo no sabía hacer otra cosa, que entonces nunca íbamos a acabar y así continuaba, reciclando quejas hasta que yo intentaba alguna cosa diferente y el aprovechaba para encender mi portería en llamas.
El único balón que teníamos en casa era uno de micro, pequeño, muy inflado y recubierto de una goma dura que con el tiempo se había soltado en las puntas, dejando pedazos levantadas, raposos y hasta afilados.
Cuando ya ninguno de los dos soportaba continuar con el juego era que iniciaba "la fiebre del fútbol". Sacábamos el balón e íbamos a la sala para a tomar turnos entre patear y tapar. Entrabamos en calor lentamente, con gritos, cuasi tribales -"¡La fiebre del fútbol! ¡la fiebre del fútbol!" -que eran nuestro pequeño cántico previo al desfogue último de iras irresolutas.
Él aprovechaba su primer turno para dejar salir toda la molestia por no poder ganar, por no poder jugar, por estar atrapado en su cuerpo de diez o doce años y no  ser más grande, El más grande. De paso amedrentaba mis rabietas. Sabía yo que nada podía hacer contra mi hermano mayor, pero me revolvía en el estómago una ira producto de la impotencia y la debilidad a tal punto que cuando me llegaba la hora, temía patear el balón con demasiada fuerza como para hacer un daño, aunque mi temor real era hacerme daño. "La fiebre del fútbol" siempre terminaba en una iracunda rabieta de mi parte, en lágrimas, en la cara enrojecida, en una vorágine infinita de frustración previa al sueño. Y como era mi hermano el que la creaba, yo no hacía más que caer una y otra vez en el juego.
De ahí noté que me quedaban grande las emociones muy fuertes. Y si así eran las mías, no se imaginan las de los demás. La primera vez que fui a un estadio, con mi tío, en Manizales, todo rodeado de paisas de los calmados, Once Caldas contra algún equipo sin nombre, iban perdiendo, o ganando, no recuerdo eso, sino la furia con la que la gente salía de las graderías: "Gran malparidos, aprendan a jugar y vuelvo", "¿Y yo pagué para esto? o "qué vergüenza eso hijueputas". Con tanta violencia no podía pensar en entender que era lo que hacían los pros en el campo.
Algo así fue mi segunda vez en un estadio. Ya era más grande, iba con mi papá y estaba ligeramente más informado, era más consciente de la vida a mi alrededor. Fuimos un día entre semana al Campín, a un partido entre equipos locales; las calles estaban llenas de azul, rojo y caras morenas que vigilaban nuestros pasos. Más que amenaza o violencia, me daban a entender que estaba fuera de lugar, me juzgaban por la poca expresión de mi rostro.
Y siguió pasando, por ejemplo, unos años después, cuando una señora se enfureció con nosotros por no celebrar como ella lo hacía, con gritos extáticos, la reciente victoria de nuestra selección, Colombia, por fin, una vez más, sobre Japón, en el mundial.
-¡Woo! ¡Que viva Colombia Hijueputas! -gritaba la señora en la entrada de su casa, presa de una compulsión profética. Levaba camiseta e su selección, que le quedaba apretada por tanta gordura, y un legging negro en la misma condición. Palmoteaba y miraba hacia el cielo, casi como orando, que ojalá Brasil no juegue bien para que vayamos a la final, que nuestro primer mundial. -¡Woo! ¿Es que no apoyan a nuestra selección? -no gritó cono a una cuadra de distancia. Vio que teníamos camisetas rojas, mi papá, mi hermano, mies hermanas y yo, que habíamos aprendido a ir "camuflados" para no llamar mucho la atención cuando salíamos a comer un helado. -¡Hijueputas! ¡Celebren! ¡Anti-patriotas! -. Y nosotros, con calma, seguimos nuestro camino.

Y que no me digan que no lo intenté, porque en mis últimos años del colegio me vi obligado a hacerlo, y de buena gana, cuando no habían más opciones que jugar o aburrirse. Tomé posición de defensa izquierda y no me fue tan mal como imaginaba.
Ahí no recibía tantos taponazos y todas esas iras contenidas podían salir tranquilamente cuando atacaban nuestra portería y aprovechaba mi estatura para empujar, atajar y sacar de mi camino a cualquier oponente.
Había dos equipos en mi curso, uno malo y el otro bueno. Lo malos eramos una especie de soporte de los buenos y llenábamos todos los huecos que tenían de tanto en tanto. Obviamente casi siempre eran defensas los que cambiaban pues no se iban a permitir darle la mayor tarima a los que nunca jugaban bien.
También, como corresponde, nos metieron en un torneo en el que no queríamos participar, uno e esos entre cursos y profesores y en donde era clara nuestra derrota. Les faltaban participantes, equipos, para hacerlo interesante, así que ahí fuimos a parar. "Wuu, once, ¡vamos a ganar!", nos entrenaron durante las salidas pedagógicas, sudé como nunca y me salieron ampollas en los pies. Pero igual en algún momento nos tendrían que eliminar. Ni me gustaba ni me interesaba, entonces era lo único que tenía sentido para mi.
Aun con eso, "La Fiebre del Fútbol" es inevitable.
Arrancó el partido contra unos niños de un curso inferior, más ágiles, más versátiles, más elásticos y mejor entrenados. Nosotros apenas si eramos más fuertes por cosa de la edad, pero la diferencia acabaría en poco tiempo. Tres o cuatro minutos en el partido y ya nos tenían arrinconados, uno, dos, tres goles y ellos apenas si se estaban acalorando. Los vitoreos los aclamaban, y el equipo de los buenos a nosotros nos gritaban desesperadas y furibundas instrucciones.
"Suba, Suba"
"¡Pero no se quede ahí!"
"Pásela, ¡Pásela!"
Sinceramente, una especie de vergüenza nos tenía intimidados. Estos tipos todos grandes jugando con unos niños dos o tres años menores. ¿Qué clase de juego era ese?, nos mirábamos los unos a los otros con duda, como preguntándonos si era la excusa lastimera que queríamos usar cuando perdiéramos.
Yo, por mi parte, no.Con el tiempo había aprendido que de intentar algo, mejor intentar hasta alguna enorme profundidad. Puede que no toda, pero si era importante abocarme todo yo en cumplir una tarea de manera íntegra, rozando con la enfermedad. Así que me había llegado la hora de asumir que era un defensa y nadie podría pasar el balón por donde yo estuviera.
 ¿Si han visto que la gente puede hacer cosas increíbles cuando toman la decisión de hacerlo y tienen suficiente adrenalina? Eso fue lo que me pasó después. Comencé a atajar con más decisión y a ser un verdadero inconveniente para mis oponentes; el sudor caía como de una regadera sobre el asfalto (porque jugábamos en una de esas canchas de cemento) mientras lograba poner en mejor posición a mis delanteros, mientras apoyaba de alguna manera los goles que vinieron e, incluso, tras un enorme esfuerzo para sacar a los defensas del equipo contrario de mi camino, el gol que yo mismo pude hacer.
Cuando se acabó no escuchaba los vitoreos al ganados, sino solo los elogios de mis amigos, que qué buen juego, que era el mejor partido que había tenido y, hoy, era el mejor jugador de ambos equipos. Una ola de reconocimiento, una prueba de que, aunque hubiéramos perdido miserablemente, yo lo había intentado.