Hacer un regalo puede llegar a ser una tarea titánica.
Buscar entre los millones de objetos que produce la humanidad para lograr elegir esa cosa específica que uno va a entregar a otra persona como muestra de aprecio.
Y uno siempre quiere que esos regalos tengan un impacto, que representen claramente la relación, como sea que uno la vea, que se note el esfuerzo, la energía y el tiempo invertidos en encontrar el regalo.
Hace años me puse a la tarea de hacer un regalo algo engorroso. Siempre me ha gustado hacer mis propios regalos, pero en esa ocasión me excedía un poco. Meses antes había aprendido a hacer cristales con sulfato de cobre. Un proceso simple pero largo y repetitivo. Disolver el sulfato de cobre en agua, llevarlo a ebullición, dejar un hilo sumergido en el líquido resultante durante el reposo por algunos días, como con los cristales de sal. Al tiempo en el hilo se veía concentrado un pequeñísimo cristal azul. Uno tan minúsculo que decirle cristal era algo desproporcionado, pero ya con él era posible repetir el proceso una y otra vez hasta que el cristal tomara el tamaño adecuado.
Cuando llegó ese punto puse el cristal en un frasco de mermelada que encontré tirado en la casa y seguí haciendo que creciera, intentando lo más que podía controlar las formas que crecían, fueran cúbicas, triclínicas, rombohédricas o cualquier otra de esas formas que no vienen a la cabeza de buenas a primeras.
Ya por fin pude tapar el tarro, luego de dejar la cocina inundada a olor químico, dañar un par de ollas y desperdiciar un montón de agua. No sé como estará ahora, pero el tarrito contenía un cristal bastante hermoso, con picos y valles azulados entre tonos brillantes y oscuros. Una perfecta pieza de cumpleaños.