jueves, 31 de mayo de 2018

Y que no digan que no lo intenté


A mi no me gusta el fútbol para nada. Qué pereza, deporte tan soso y aburrido en donde uno solo debe mirara a veintidós tipos en pantaloneta corretear de un lado para otro tras un balón.

No hay peor plan que ver un partido de fútbol. La pantalla, los comentaristas, la emoción injustificada y esas pequeñas riñas de apoyo no se alcanzan a pagar, normalmente, en la comida y la bebida. Iría en alguna ocasión a un evento de esos, pero tendrá que ser para verme un rato con una chica que me guste mucho, o un favor para alguien desesperado que no puede evitarlo.
Nunca dejaré de sorprenderme la arcaica pasión con la que muchos de mis amigos y familiares se sientan a mirar a esos tipos intentar pasar el balón por la meta cual fueran ellos mismos los que jugaran, una pasión tan fuerte que, de tanto en tanto, querría sentir un poco y, aunque no lo parezca, intenté llegar a tener.

De pequeño la primera traición que sufrí fue la de mi amigo de infancia. Él había preferido irse a jugar con los otros muchachos mientras yo me quedaba solo en el colegio. No recuerdo bien como fueron todos los eventos, pero en el fondo sentí el dolor de esas soledad inesperada. Después de eso, en intentos desesperados por acercarme a él, pasé muchas vergüenzas de las que no me percaté: me uní al equipo infantil del colegio, hice que me compraran el uniforme del Cali, en un partido golpeé e la cara a otro niño con un guayo; yo era malo pero me dejaban jugar por ser hijo de un profesor.
De ahí quedó lo que mi hermano y yo llamábamos "la fiebre del fútbol."
A él si le gustaba, aún le gusta, pero como sabía que a mi no, buscaba una excusa con la cual ponerme a jugar. Todo solía empezar con el PlayStation, cuando me veía jugar Yu-Gi-Oh y decidía que de repente era bueesna idea poner el Winning Eleven 9 y que él intentara ganarme con un equipo aleatorio. Yo era, contra él, un experto despejador. Se acercaba a la meta con algún jugador de nombre alemán y yo respondía con una patada tan fuerte que el balón terminaba al otro lado del campo, muy cerca de su propia portería. Eso nunca me significó la victoria, pero sí mantenía las derrotas en un bajo conteo.
Las condiciones de su victoria solían ser las mismas: luego de un buen rato de despejes en el preciso momento, comenzaban las quejas, que no, que qué aburrido, que muy mamón jugar así, que yo no sabía hacer otra cosa, que entonces nunca íbamos a acabar y así continuaba, reciclando quejas hasta que yo intentaba alguna cosa diferente y el aprovechaba para encender mi portería en llamas.
El único balón que teníamos en casa era uno de micro, pequeño, muy inflado y recubierto de una goma dura que con el tiempo se había soltado en las puntas, dejando pedazos levantadas, raposos y hasta afilados.
Cuando ya ninguno de los dos soportaba continuar con el juego era que iniciaba "la fiebre del fútbol". Sacábamos el balón e íbamos a la sala para a tomar turnos entre patear y tapar. Entrabamos en calor lentamente, con gritos, cuasi tribales -"¡La fiebre del fútbol! ¡la fiebre del fútbol!" -que eran nuestro pequeño cántico previo al desfogue último de iras irresolutas.
Él aprovechaba su primer turno para dejar salir toda la molestia por no poder ganar, por no poder jugar, por estar atrapado en su cuerpo de diez o doce años y no  ser más grande, El más grande. De paso amedrentaba mis rabietas. Sabía yo que nada podía hacer contra mi hermano mayor, pero me revolvía en el estómago una ira producto de la impotencia y la debilidad a tal punto que cuando me llegaba la hora, temía patear el balón con demasiada fuerza como para hacer un daño, aunque mi temor real era hacerme daño. "La fiebre del fútbol" siempre terminaba en una iracunda rabieta de mi parte, en lágrimas, en la cara enrojecida, en una vorágine infinita de frustración previa al sueño. Y como era mi hermano el que la creaba, yo no hacía más que caer una y otra vez en el juego.
De ahí noté que me quedaban grande las emociones muy fuertes. Y si así eran las mías, no se imaginan las de los demás. La primera vez que fui a un estadio, con mi tío, en Manizales, todo rodeado de paisas de los calmados, Once Caldas contra algún equipo sin nombre, iban perdiendo, o ganando, no recuerdo eso, sino la furia con la que la gente salía de las graderías: "Gran malparidos, aprendan a jugar y vuelvo", "¿Y yo pagué para esto? o "qué vergüenza eso hijueputas". Con tanta violencia no podía pensar en entender que era lo que hacían los pros en el campo.
Algo así fue mi segunda vez en un estadio. Ya era más grande, iba con mi papá y estaba ligeramente más informado, era más consciente de la vida a mi alrededor. Fuimos un día entre semana al Campín, a un partido entre equipos locales; las calles estaban llenas de azul, rojo y caras morenas que vigilaban nuestros pasos. Más que amenaza o violencia, me daban a entender que estaba fuera de lugar, me juzgaban por la poca expresión de mi rostro.
Y siguió pasando, por ejemplo, unos años después, cuando una señora se enfureció con nosotros por no celebrar como ella lo hacía, con gritos extáticos, la reciente victoria de nuestra selección, Colombia, por fin, una vez más, sobre Japón, en el mundial.
-¡Woo! ¡Que viva Colombia Hijueputas! -gritaba la señora en la entrada de su casa, presa de una compulsión profética. Levaba camiseta e su selección, que le quedaba apretada por tanta gordura, y un legging negro en la misma condición. Palmoteaba y miraba hacia el cielo, casi como orando, que ojalá Brasil no juegue bien para que vayamos a la final, que nuestro primer mundial. -¡Woo! ¿Es que no apoyan a nuestra selección? -no gritó cono a una cuadra de distancia. Vio que teníamos camisetas rojas, mi papá, mi hermano, mies hermanas y yo, que habíamos aprendido a ir "camuflados" para no llamar mucho la atención cuando salíamos a comer un helado. -¡Hijueputas! ¡Celebren! ¡Anti-patriotas! -. Y nosotros, con calma, seguimos nuestro camino.

Y que no me digan que no lo intenté, porque en mis últimos años del colegio me vi obligado a hacerlo, y de buena gana, cuando no habían más opciones que jugar o aburrirse. Tomé posición de defensa izquierda y no me fue tan mal como imaginaba.
Ahí no recibía tantos taponazos y todas esas iras contenidas podían salir tranquilamente cuando atacaban nuestra portería y aprovechaba mi estatura para empujar, atajar y sacar de mi camino a cualquier oponente.
Había dos equipos en mi curso, uno malo y el otro bueno. Lo malos eramos una especie de soporte de los buenos y llenábamos todos los huecos que tenían de tanto en tanto. Obviamente casi siempre eran defensas los que cambiaban pues no se iban a permitir darle la mayor tarima a los que nunca jugaban bien.
También, como corresponde, nos metieron en un torneo en el que no queríamos participar, uno e esos entre cursos y profesores y en donde era clara nuestra derrota. Les faltaban participantes, equipos, para hacerlo interesante, así que ahí fuimos a parar. "Wuu, once, ¡vamos a ganar!", nos entrenaron durante las salidas pedagógicas, sudé como nunca y me salieron ampollas en los pies. Pero igual en algún momento nos tendrían que eliminar. Ni me gustaba ni me interesaba, entonces era lo único que tenía sentido para mi.
Aun con eso, "La Fiebre del Fútbol" es inevitable.
Arrancó el partido contra unos niños de un curso inferior, más ágiles, más versátiles, más elásticos y mejor entrenados. Nosotros apenas si eramos más fuertes por cosa de la edad, pero la diferencia acabaría en poco tiempo. Tres o cuatro minutos en el partido y ya nos tenían arrinconados, uno, dos, tres goles y ellos apenas si se estaban acalorando. Los vitoreos los aclamaban, y el equipo de los buenos a nosotros nos gritaban desesperadas y furibundas instrucciones.
"Suba, Suba"
"¡Pero no se quede ahí!"
"Pásela, ¡Pásela!"
Sinceramente, una especie de vergüenza nos tenía intimidados. Estos tipos todos grandes jugando con unos niños dos o tres años menores. ¿Qué clase de juego era ese?, nos mirábamos los unos a los otros con duda, como preguntándonos si era la excusa lastimera que queríamos usar cuando perdiéramos.
Yo, por mi parte, no.Con el tiempo había aprendido que de intentar algo, mejor intentar hasta alguna enorme profundidad. Puede que no toda, pero si era importante abocarme todo yo en cumplir una tarea de manera íntegra, rozando con la enfermedad. Así que me había llegado la hora de asumir que era un defensa y nadie podría pasar el balón por donde yo estuviera.
 ¿Si han visto que la gente puede hacer cosas increíbles cuando toman la decisión de hacerlo y tienen suficiente adrenalina? Eso fue lo que me pasó después. Comencé a atajar con más decisión y a ser un verdadero inconveniente para mis oponentes; el sudor caía como de una regadera sobre el asfalto (porque jugábamos en una de esas canchas de cemento) mientras lograba poner en mejor posición a mis delanteros, mientras apoyaba de alguna manera los goles que vinieron e, incluso, tras un enorme esfuerzo para sacar a los defensas del equipo contrario de mi camino, el gol que yo mismo pude hacer.
Cuando se acabó no escuchaba los vitoreos al ganados, sino solo los elogios de mis amigos, que qué buen juego, que era el mejor partido que había tenido y, hoy, era el mejor jugador de ambos equipos. Una ola de reconocimiento, una prueba de que, aunque hubiéramos perdido miserablemente, yo lo había intentado.