domingo, 15 de diciembre de 2019

Adagio moribundo


Vi que estábamos condenados a la extinción tras el primer mordisco. Dimos paso a una devoradora raza superior, caminantes sin rumbo con maestría en el exceso; desborde natural. Siempre había visto en las películas escenas oscuras donde las muchachas gritaban aterrorizadas ante la sangre, la carne, los culos que volaban en todas direcciones, el gorgoteo de los cuellos aún vivos que transmutaban, pero la realidad nada tuvo que ver, al contrario, fuimos los hombres quienes huimos con mayor insistencia, aterrorizados del encuentro más vital. En la carne nos encontramos, en la carne renacemos, pero nosotros siempre con miedo.
Ellas, por su lado, cayeron en sus brazos sin mayor resistencia, como si al sentirlos cerca un trance las dominara sin más. A pesar de que corrí con lágrimas en los ojos, en el fondo me llenaba la envidia ¡Cuánta libertad!
Fue igual cuando llegaron a la puerta de nuestro escondite. Había arrastrado a una chica del trabajo hasta el fin del mundo, y aunque ella se resistió un poco (odio manifiesto en el día y lamentos quedos en la noche), yo guardaba la esperanza de que al pasar la tragedia pudiéramos continuar juntos reconstruyendo la vida. Tonto de mí.
Cuando rompieron la puerta me cogieron con los pantalones abajo, ella se soltó para entregarse a la nueva vida. Mi primer ademán fue huir, pero al escuchar como la devoraban; con cuánta felicidad se transformaba; no pude evitar caer de rodillas con mocos escurriéndose a mi boca, entre desesperado y loco, esperando la muerte. Ahora puedo entender, ¿cómo pudo resistirse tanto tiempo? Ella sabía lo que venía. Si hubiera sabido, me habría entregado por igual. Nada más siento los dientes zumbar sobre mi cuello; esa presencia sin tocarme la carne, la sangre, la muerte que llega… Cuánto placer…

martes, 10 de diciembre de 2019

Reflexión sobre el silencio

No suelo hablar mucho cuando llego a la casa.

Abro la puerta y miro al recibidor en busca de zapatos recientemente descalzados, no digo nada si los veo, ya me acercaré a saludar. Si no los veo no me preocupo sino que me quito los zapatos, me saco la chaqueta y vacío mis bolsillos, como liberándome de cualquier conexión con el mundo exterior. Es curioso que en casa sea lo que llevo en los bolsillos lo que me conecte con la calle, mientras que afuera es al contrario, una puerta al mundo que me espera de regreso.

Es chistoso darme cuenta que es bastante común sorprenderme por llevar horas sin decir una sola palabra y haber estado guardando el silencio por tanto tiempo sea una tarea que realizo con religiosidad. Aunque escucho ruidos y canciones, los vecinos que cruzan el pasillo, mi compañera de apartamento hablando cosas ininteligibles en su habitación, animales que corren, carros en la calle y demás, no suelto ni un solo sonido, no vale la pena, no hay nada que decir.

Y, ¿a quién  tendría que decirle yo algo? Aunque dijera cientos de cosas, no habría nadie con quién conversar.

Sí, en circunstancias no está de más hablar consigo mismo, yo lo he hecho en más de una ocasión. En español, cuando intento contar una historia fantástica, o imaginarme un escenario social; en inglés si estoy molesto, intentando verme fuera del mundo cotidiano... incluso llegué a fanfarronear con algunas pocas palabras de japonés que logré aprender. Sí, también hablo solo, pero lo hago como el árbol que cae en el bosque donde no hay nadie para oírlo.

Sobre el silencio tengo que decir que es un viejo amigo y a veces me siento con él en una habitación blanca, a no hacer nada más que estar.