Vi que estábamos condenados a la extinción tras el
primer mordisco. Dimos paso a una devoradora raza superior, caminantes sin
rumbo con maestría en el exceso; desborde natural. Siempre había visto en las
películas escenas oscuras donde las muchachas gritaban aterrorizadas ante la
sangre, la carne, los culos que volaban en todas direcciones, el gorgoteo de
los cuellos aún vivos que transmutaban, pero la realidad nada tuvo que ver, al
contrario, fuimos los hombres quienes huimos con mayor insistencia,
aterrorizados del encuentro más vital. En la carne nos encontramos, en la carne
renacemos, pero nosotros siempre con miedo.
Ellas, por su lado, cayeron en sus brazos sin mayor
resistencia, como si al sentirlos cerca un trance las dominara sin más. A pesar
de que corrí con lágrimas en los ojos, en el fondo me llenaba la envidia
¡Cuánta libertad!
Fue igual cuando llegaron a la puerta de nuestro
escondite. Había arrastrado a una chica del trabajo hasta el fin del mundo, y
aunque ella se resistió un poco (odio manifiesto en el día y lamentos quedos en
la noche), yo guardaba la esperanza de que al pasar la tragedia pudiéramos
continuar juntos reconstruyendo la vida. Tonto de mí.
Cuando rompieron la puerta me cogieron con los
pantalones abajo, ella se soltó para entregarse a la nueva vida. Mi primer
ademán fue huir, pero al escuchar como la devoraban; con cuánta felicidad se
transformaba; no pude evitar caer de rodillas con mocos escurriéndose a mi boca,
entre desesperado y loco, esperando la muerte. Ahora puedo entender, ¿cómo pudo
resistirse tanto tiempo? Ella sabía lo que venía. Si hubiera sabido, me habría
entregado por igual. Nada más siento los dientes zumbar sobre mi cuello; esa
presencia sin tocarme la carne, la sangre, la muerte que llega… Cuánto placer…