jueves, 14 de septiembre de 2017

Dos libros sin canción ( I )

Una mezcla de las tres portadas: la de Ferreira, y dos de Vonnegut.
Hace muy poco terminé de leer una vez más “Matadero cinco” de Kurt Vonnegut. Como era mi segunda vez, decidí leerlo en inglés.
Era de esperarse que me perdiera la mayor parte de los chistes. A veces pasaba por fragmentos que recordaba me habían hecho carcajear al leerlos la primera vez en español, y más de una vez terminé por preguntarme qué era eso que tanto me había hecho reír.
Hay que entender que esto me pasa por no conocer todas las palabras, los refranes, las viejas canciones ni la apropiada entonación de los acentos de américa del norte, Inglaterra, Alemania y cualquier otro hubiera aparecido a lo largo de la novela.
Aun así, mi parte favorita sigue siendo el momento en que Billy baja de su lecho conyugal, luego de entregar a su hija en matrimonio, y llega a la cocina para ver —con una botella de champaña sin gas en la mano— un documental sobre los aviones en la guerra, que parten desde barcos en medio del mar y avanzan abriéndose camino entre la muerte y la destrucción, para luego de un rato retroceder el tiempo y revertir lo hecho. Los aviones chupan sus balas, reconstruyen los destrozos, desentierran los cuerpos y reviven a los muertos, vuelan en reversa hasta sus portaviones donde son desmantelados por hombres que vuelven a ser niños para luego regresar a sus úteros para comenzar, de una vez por todas, el show de la eterna división que va desde el fin de los tiempos hasta el comienzo.
De “Viaje al interior de una gota de sangre” me queda el expansivo universo que viaja entre una mirada y otra, entre un camino y el de más allá, entre un pueblo y otro, el sin fin de detalles que se posan sobre una vida y que podríamos no parar de contemplar.
Un pensamiento recurrente en todo lo largo y ancho de la historia era que sobre todas las pequeñas cosas que iba encontrando, yo quería escribir así, alguna vez, con precisión, con fluidez, con agrado. Recordando todo el tiempo que hasta lo más insignificante puede importar.
El comienzo me transportó a las fiestas de Pubenza, que apenas si recuerdo por la bulla, por los viejos borrachos en las calles chiflando a las muchachas morenas, pero que ese pueblo con sus niñas reinas me hizo sentir familiar, como propio, como si de tanto en tanto hubiera en la cuadra de al lado un reinado.
Otra de esas cosas fantásticas que me hizo disfrutar página tras página fue esa distancia enorme entre las palabras de Ferreira y las que toda mi vida recuerdo escuchar, todas llenas de odio recalcitrante.
Ahora, nota importante, para que me conozcan un poco mejor, porque nunca sobra un poco de contexto y aclaración; debo presentarme como un ignorante más de la historia del país, de las ciudades, de la muerte; ignorante en general del dolor y, además, miedoso, gallina, esquivo de confrontaciones, solo una máquina para recoger la sensación de las voces aguerridas en la radio, televisión y periódico; pero para nada un ávido consumidor de los medios —pues ni Caracol, mucho menos RCN y de entre todos los otros, a veces, si eso, El espectador—, como tal, solo tengo en mente a la gente que escribía y que escribe y que aún dice con verraquera, con un lágrima fulgurante en el rabo del ojo, que ojalá los maten a todos, que eso es lo que va a arreglar a este hijueputa país. Que los maten, no importa quienes sean.
Quizá sea por la poca distancia que imagino tengo con el autor —por la edad o el contexto, aún no me he decidido—, que se me hace más fácil leerlo, o querer hacerlo. Pero más allá de eso, lo que en el fondo calma mis miedos cuando leo de una más o menos realidad, es que su detalle y su cariño me dejan ver el arte por encima de esa “verdad”, o esa “historia”, o ese “pasado”. Me deja ver un homenaje sincero, si es que vale decirlo así.

En ambos libros están los niños como protagonistas inauditos. La cruzada de los niños no es solo la de Roma ni la de la segunda guerra, sino también la del pequeño pueblo masacrado, la de los muchachitos trabajando en los semáforos, la de los padres jóvenes, la de los nuevos adultos que salen al mundo sin saber para dónde coger. Así somos todos, un Billy Pilgrim deformado, un niño que ha tenido que crecer a pesar de no querer hacerlo, a pesar de no saber hacerlo, al que han obligado a salir porque ya no hay nada adentro para él.

domingo, 20 de agosto de 2017

sábado, 5 de agosto de 2017

Sobre las cosas que me digo (3)

Así luce mi fondo de pantalla. Es una pintura de Lan Zhenghui. Y no sé más.
El lapso entre mis pensamientos y el inicio de la computadora se siente demasiado extenso. Para eso supongo que están los rituales antes de trabajar, para preparar el cuerpo, para aclarar las ideas y controlar los deseos por discurrir entre un mundo y otro, y otro, y otro. Estaba pensando que tengo mucha predisposición para trabajar en la noche porque me tomo demasiado tiempo para pensar en las cosas que quiero trabajar. Y eso me pasa porque no tengo demasiado claro para qué quiero trabajar en eso, para qué quiero escribir al respecto. Es más, ni siquiera sé cómo terminé con la idea en la cabeza de que podía concentrarme en algo específico y explorarlo hasta el final. A veces pienso que mi único interés real en la vida es entablar conversaciones con extraños sobre cosas que me interesan.
Conversaciones reales, bilaterales, “nutritivas”. Pero soy demasiado penoso para hacerlo. Me falta el coraje para abordar a un señor en la calle y preguntarle que de dónde sacó el abrigo, para contarle que me encantan los abrigos y que siempre he soñado con comprar alguno, que el peso sobre el cuerpo es maravilloso, todo bien distribuido, cálido, agradable. Me da demasiada vergüenza hablarles a las chicas que me parecen lindas en la calle y solo me quedo imaginando cómo le diría que su blusa amarilla de puntitos rojos y negros me parece bonita, que le queda bien. Incluso soy demasiado penoso como para sonreír a la gente en la calle, así lo haga a todo volumen en espacios cerrados. Siempre camino por la calle con el ceño fruncido, con la mirada perdida en el horizonte, pero lo suficientemente atento como para alejar a todo aquel que se me acerque. La más reciente fue un artesano de Ibagué, que me mostró sus manos callosas y grandes, que me pedía dinero para ir a un comedor comunal a unas cuadras más al sur, y que me confesaba, además, que se había colado en Transmilenio, que quería poder pagar el pasaje, pero no tenía como; y con cada frase daba un paso hacia atrás, yo no podía evitar mirar sus pies retroceder, y él desviaba su mirada cuando yo regresaba a su rostro. Me pidió el dinero porque creyó que yo era buena gente, o blandengue, o asustadizo. Pero quién sabe exactamente cómo lo miré como para que se fuera apenas esbocé mi negativa, se fuera a recostar contra una pared a continuar la caza con su mirada
tristona.
Yo leía en un libro de Oe hace unos días su introducción a los ensayos que escribió sobre Hiroshima, que se había dado cuenta de lo que quería hacer con esos textos cuando caminaba desesperado por una ciudad desierta en la mañana, viva en el día, pero devastada en silencio. Se dio cuenta mientras caminaba desesperado por la calle. Y yo cuando camino desesperado por la calle me imagino son las posibles conversaciones con la gente. Y posiblemente eso sea lo que me incita a escribir. Caminar por la calle con la desesperación de no poder hablar de lo que quiero con quien quiero cuando quiero. Pero tampoco es que yo escriba sobre esas cosas. Solo… espero a que tome una decisión.

He conocido personas que tienen tan claro el destino que desean tomar, el estilo de vida que esperan para sí. Ojalá fuera como ellos. Yo por el contrario no hago sino relegar, dejar de lado hasta que algo en el destino haga todo funcionar. “Al final, todo saldrá bien”. Así respondía a mis compañeras de la universidad cuando me preguntaban sobre mi trabajo y yo no había hecho nada. Y a corto plazo funcionaba. Todo salía bien. Ahora… no sé si sigue saliendo bien. O si solo sigue saliendo, como por designio de una simple sucesión de hechos.

Por eso a veces escribo en el medio de la noche, cuando mi cabeza da vueltas, cuando todo quiere dormir, cuando yo quiero dormir; cuando puedo dejar de pensar tanto y tener menos trabas que superar. Pero si hubiera tomado una decisión real de una vez por todas, quizá no haría las cosas de esta manera. De forma despreocupada. 


lunes, 5 de junio de 2017

Historias: I

Conversación en la arena
Luego de saltar al agua congelada, una corriente inesperada arrastró el gran cuerpo del monstruo a destinos desconocidos. Alguna especie de milagro profético no hundió su pesada y remendada estructura a la abisal base del mar ártico, sino que lo arrastró lejos de tierra por largo tiempo hasta que, por fin, encalló en un paraje desconocido para él.
No fue fácil llegar a terreno alto. Su cuerpo, corroído por tanto tiempo en el agua, pesaba y apestaba a podredumbre. Para salir del agua debió arrastrarse con las manos, que apenas si se podían agarrar del suelo. En el mar perdió las ropas y ahora, desnudo, hería sus carnes mientras avanzaba. El dolor era realmente indescriptible, y más que las heridas de su cuerpo, pesaba en él la tristeza de no haber seguido el destino de su creador.
“¿Qué hago aquí?” se preguntó al llegar bajo un árbol rodeado de pasto, fuera de la playa. Repitió la pregunta en voz alta, como si esperara una respuesta, aunque sabía que nadie querría responder. No cuestionaba los motivos o los medios que llevaron su cuerpo hasta ese lugar, sino las razones para que su vida continuara. Ya no había nada que pudiera, de alguna manera —así fuera retorcida—, justificar, siquiera un poco, que respirara el aire que no le pertenecía.
Del mundo escuchaba las olas que rompían en la playa con constante suavidad. El viento que de tanto en tanto agitaba las hojas de hierba alrededor. Saltos de pájaros y animales entre arbustos y ramas. Su respiración entrecortada y la sangre que fluía lentamente de su cuerpo para nutrir el suelo bajo él. Todo como un arrullo cariñoso que bloqueaba sus pensamientos, las preguntas fútiles y el dolor que deseaba perpetuar. Muy pronto se quedó dormido.
Si solo había sido una noche, no lo supo, pero recordaba imágenes de mundos que no había vivido y que parecían inviables. Estaría sentado frente a una mesa hecha para su tamaño. El sol golpeaba su frente, que sudaba para refrescar su cuerpo del calor abrazador. Sentía en todas partes el escozor de los rayos perforando su piel expuesta, pero era una sensación tan nueva que disfrutaba la posibilidad de experimentarla. Estaba todo tan iluminado que apenas si podía distinguir su propia silueta y, a la distancia, la existencia de cosas que también se batían con el calor. También, por lo amarillo del sol, no era capaz de identificar si se encontraba en un desierto o en otro lugar. No tenía sed, y, dentro de todo, no es que se sintiera realmente incómodo. Solo estaba sentado allí, sin poder ver muy bien delante de sí. Sin que hubiera nada más.
Abrió los ojos para ver en la oscuridad que seguía escuchando el oleaje, y el viento, y los animales, y la vida a su alrededor. Lloró por no poder ser parte de la vida. Imaginó a su padre acercándose lentamente desde el mar. Levantaba su cabeza de entre el oleaje y caminaba pesadamente sobre la arena. Su cuerpo chorreaba agua sin cesar y la arena hundía su cuerpo con cada paso, cada vez más profundo, cada vez más profundo. Cuando estuvo a tan solo un par de metros ya su cuerpo no podía avanzar. Como tenía las piernas cubiertas de arena hasta las rodillas decidió sentarse y mirar cómo su hijo, su creación, estaba tirado en el suelo, como esperando la muerte, todo maltrecho, con un gesto de profunda desesperación en la mirada. “Fue un sueño” imaginó que decía. No sabía exactamente qué era un sueño, en alguna parte lo leyó y ya había olvidado donde, pero imaginaba que su padre le decía “fue un sueño, todo eso que viste”.
“No fue más que una imagen de tus deseos, un imposible que, de alguna forma irrelevante, querías hacer realidad. ¿No lo entiendes? Está fuera de tus posibilidades actuales. Yo nunca entendí porque resultó así, cómo fue que pudiste desear el mundo completo con tan poco tiempo de haber estado en él. No es que fuera maravilla lo que sintieras. Claro, acepto que había sorpresa en tus ojos al recorrer los bosques y la montaña, pero creí que en tu infancia los más simples descubrimientos te harían feliz.”
No. Seguro que no. No creía que su padre fuera a llegar de la nada a hablar con él del deseo y la felicidad. De la sorpresa y la realidad. No era posible, no solo por la muerte, sino también por quién era en realidad: un hombre aterrorizado y débil. Ese era el más terrible descubrimiento, y creía que la persecución y la muerte de su creador lo liberarían de las ataduras al mundo que tanto añoraba, pero todo había sido una equivocación. Que lo viera ahora, enterrado en la playa, mirándolo con lástima y lleno de preguntas, no era más que una muestra de sus ataduras, de sus deseos inmortales, nada más que lo natural para un ser humano cualquiera.
“Yo deseo.” Se imaginó responder a su padre. “Yo deseo porque todos han deseado. Deseo porque la carne que me hace alguna vez deseó. Deseo porque tú me deseaste. Deseo tener alguien que me observe, que no limite su interacción por el terror. Alguien que hable tranquilamente a mi lado y que reconozca mi existencia no solo por mi voz sino también por mi apariencia. Deseo viajar, ver, oler. Tocar las carnes de personas distintas y llenarme en el éxtasis de su tacto. Y quizá sea un sueño fútil. Pero así me has hecho. Así que, si querías algo distinto, erraste el camino. Lo que debiste hacer fue nunca haber comenzado”.
Los ojos claros de su padre se enturbiaron con la respuesta. Como si un peso inmenso cayera sobre sus hombros, se comenzó a hundir lentamente en la arena. No se sobresaltó, no gritó, no comenzó a batirse con el suelo que lo succionaba. Tomó sus piernas, tomó su cadera, subió por su torso y antes de tapar su boca dijo: “ah, ahora entiendo”.

Ya en la soledad de la noche, sin fantasmas, imágenes o imaginaciones perversas, se volvió a dormir sin saber si volvería a despertar. Pero si lo hacía, no esperaría otra vez a que sus deseos fueran concedidos.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Lo que es una fragmentación (parte dos)



Lamento distraerme. No lo hago constantemente porque si en algo hay constancia es en estar distraído. ¿No es algo común? Que la vida se pase entre uno y otro acto, entre esta conversación y aquel bus que va con destino desconocido. El tiempo se va y no podemos percatarnos. Por lo menos yo no me percato.
Ayer me llegaron unas cajas y, entre eso y lo otro, se fue el día, como si nunca hubiera estado allí. Para cuando me di cuenta, nada de lo que quería hacer (o pensar) fue posible.
Es por días así que lamento la distracción. Días en que estoy ocupado y, cuando hay algún tiempo, viene a mi la terrible idea de una vida lejos de lo que he querido hacer. Es por días así que puedo lamentar en gran cuantía. Desesperada cuantía. Aún así, me digo que no lo hago.
El punto en común de todo esto es que no hay punto común.
Las secuelas se producen en un intento arbitrario de dar sentido a lo que pasa en nuestras vidas, de lo que pasa en nuestra mente y lo que sentimos en un momento u otro. Pero no hay motivo alguno para que una cosa sea de una otra manera.
Nada tiene sentido.
El sentido de las cosas me lo suelo preguntar.
¿Por qué escribo estas palabras?
Porque siento la necesidad de escribir.
¿Por qué siento la necesidad de escribir?
Porque tengo la impresión de poder hacerlo
¿Por qué tengo la impresión y no la seguridad?
Porque tampoco es que haya logrado mucho con esto.
¿Debo lograr algo para saber si puedo o no puedo?
Claro, porque si no se logra nada no se ha hecho nada.
Entonces, si tengo la impresión, pero no he logrado nada ¿no sería mejor dejar así?

...

Querer pasar de un lado a otro es cuestión de evitar la sensación de vacío. Funciona igual que la persecución del sentido. Funciona igual que la búsqueda de los motivos.
En la vida somos investigadores que persiguen un misterio infinito, pero igual que en El sueño eterno, al final, después de entender que la chica era la asesina, después de entender que sus malvados instintos son incontrolables, después de entender que no importa si es bueno o malo, después de todo estamos ahí, como en el comienzo, donde nada importa.

Pero, inevitablemente, sea con mucho esfuerzo o con poco, en un intervalo y otro buscamos los motivos, avanzamos hacia algún lugar para intentar completar alguna cosa.
¿Por qué será?

sábado, 27 de mayo de 2017

Un viejo encuentro - 1

Quejas
Es muy difícil ser buena persona en esta época. Ser social, ser amable, atento, generoso, inteligente, estudioso, una persona de fe y de actuar bien intencionado. Sin vicios, sin adicciones, amante de los animales y la cultura, informado en materia de política local, contexto nacional, noticias internacionales y diferencias culturales. Pasarse de una o de otra puede ser pecado mortal, porque, ay, que vaina, nos volvimos politiqueros, o pedantes poetas, o vulgares pueblerinos o pobres de mierda. También, si nos falta alguna perspectiva, dirán que somos ignorantes: nos falta como información. En la conversación habrá un dejo de desprecio (y, más veces que las menos, no solo el dejo sino una intención total) y no hay opción más que aguantar, porque, a ver, ignorante, ignorante, ignorante.
Ser buena persona en este momento es muy difícil, sobre todo porque no hay manera de esconder completamente todas las cagadas que uno llega a cometer. No hay tiempo para relajarse, tomar asiento, respirar y olvidar, para luego contar con la anécdota chistosa para una futura ocasión. Todos los días hay que llegar a casa y contar que pasó esto y aquello, con lujo de detalles, ahorrar el hecho, describir como me miró el profesor, o como me habló el jefe, o como quise golpear al estudiante, o que las calles son horribles, y para colmo el alcalde es un cafre.
Pero no solo hay que agotar el hecho; hay que pensar, pensar en exceso. Pensar en lo que se dice, cómo se dice, cuándo se dice, a quién se dice, pensar en el contexto político, social, de clase, de cultura y religión. Si me equivoco en el término: me crucifican, me tiran a la hoguera, porque ignorante, ignorante, ignorante. Entonces, además, no sólo hay que pensar en exceso y agotar el hecho, sino que también hay que estar solo, sacar tiempo de la nada para estar sólo y disfrutar de la Soledad. Pero, eso sí, si no le contesto el teléfono se emputa, y si solo veo los mensajes soy un desgraciado. Porque no hay excusa, siglo veintiuno, el mundo inter-conectado, incluso cagamos y hablamos, hablamos, hablamos sin parar sobre los temas que nos interesan y conocemos, y sobre los que no conocemos también hablamos hasta por los codos; sobre los que nos interesan y sobre los que no; y sobre que el mundo es cada vez peor; y que mucho abuso; y todo termina en que ignorantes, ignorantes, ignorantes. Y entonces resulta que, además —y para agregar a todo eso— dormir es pecado y milagro, porque debo ir y resolver, pero descansar ocho horas, no dormir en la tarde pero de todas maneras nunca sobra una siesta después del almuerzo...


domingo, 30 de abril de 2017

Actos fatuos ( I )

Ya varias veces he caído en el juego de bajar la aplicación para publicar entradas desde el celular. 
Como que tiene un sentido, pero tampoco es la gran cosa.
Con ella podría hacer los que más debería interesarme: escribir.
Pero la descargo y entro, no a escribir, sino a preguntarme por qué no puedo ver qué tanta gente ha visitado mis entradas o si tengo algún comentario, o desde qué país me han visitado.
Y como nada de eso puede hacerse, guardo el teléfono media hora para luego des-instalar una vez más la aplicación.

Es así como expreso no solo mi estupidez, sino también la abnegada presunción.

lunes, 17 de abril de 2017

Sobre las cosas que me digo (parte dos)

El pensamiento me impide desear. Lo único que se salva es el deseo de alguna actividad física que impida el pensamiento. Cualquier cosa puede hacer el trabajo. Trotar, boxear, cepillar un trozo de madera, cargar cajas en una bodega, hacer algún mandado, regresar a casa al final del día. Cualquier cosa sirve, aunque normalmente pienso en actividades sudorosas, como el sexo o las pesas. En mi cabeza suena más fácil la vida así, con gemidos y esfuerzos gigantescos invertidos en una tarea simple.
En vez de dedicarme a eso, me siento en la cama a observar el muro blanco de en frente. Trazo líneas con la esperanza de un logro al final de ellas. Por eso sigo, regreso y olvido el intento por hacer un tablero de Go. Trazar líneas para que cada una sea un logro. Un logro estético, donde pueda decir “¡Ay!, qué bonito”. Donde pueda poner la mano y deslizar el tacto de los pies, como si el mundo estuviera a punto de caerse. No al revés, que es una cosa tan cotidiana.
Simple, aún. Pero no, estoy mirando el muro blanco, trazando líneas imaginarias. La respiración de alrededor está apagada y el silencio es esa cima en donde siento que puedo vivir, aunque no puedo. No quisiera despertarlos. Que sus ojos volteen a la luz que necesito. Que sus voces se alcen a mis actos, a mis pasos que quiero, inevitablemente, resuenen. Es una ridiculez, pero igual sueño con el día en que camine en la oscuridad de mi casa y solo suenen mis pasos, solo suenen mis labios resecos de tanto respirar por la boca. Y no es algo que desee; solo sueño con eso. No lo deseo. Cuando ha sucedido ha sido solitario. Levantarse en la noche. Mirar por la ventana. No está claro, pero tampoco hay oscuridad. Encontrar frente a mi todas las otras ventanas de tantos otros edificios con velos que no dejan ver el interior en donde seguramente también habrán otras personas paradas en la mitad de la noche observando el mundo exterior en donde si se llegaran a parar resonarían como si fueran muchedumbre o maquinaria pesada. Personas observando lo que es el vacío. Reverberación.
Aun así, sueño con eso.
Eso es culpa de mi pensamiento. Tantas vueltas, tantos rodeos. Es culpa de mi pensamiento.
Por eso quiero hacer algo en donde sude.

Por eso ni siquiera lo intento.

domingo, 26 de marzo de 2017

Sobre las cosas que me digo (parte uno)

El ser humano es, en un nivel muy básico, una máquina para recordar. Es un disco duro móvil, que palpita y sangra cuando se lo hiere; pero, aunque sea rayado, roto o desconectado, no deja de guardar información. Por eso el mundo en el que vivimos ha sido construido tal como es. Hecho para que todo recuerde. Las calles son vitrinas de recuerdos, llenas a tope, sino de memorias, por lo menos de preguntas para los desprevenidos e ignorantes de las historias que ocupan cada lugar.
¿Por qué habrá allí vidrio roto? ¿Siempre estuvo este local aquí? ¿Por qué eligieron ese color para la fachada? ¿Qué hacen colgados esos leotardos de la pared? Son las cosas que podrían pasar por nuestra mente, mientras uno va descubriendo cuales son las historias propias que van a verse cuando pase frente a cada lugar.

Además, resulta que no solo es la mente la que guarda cosas, sino que también el cuerpo almacena información y, a veces, de manera mucho más precisa. La memoria del cerebro acumula las imágenes de los días de nuestra niñez, de la época del colegio, durante el matrimonio de algún tío lejano; tiende a olvidar, a borrar -a veces de manera aleatoria, a veces de manera selectiva-; tiende a tergiversar y a equivocar; nuestros recuerdos no son una fuente confiable la mayor parte de las veces. El cuerpo, por su parte, no suele cometer esos errores. Sí, toma más tiempo que él aprenda; toma mucho tiempo hacer que unas manos toquen bien la guitarra o que un brazo lance correctamente el balón; la mente habrá hecho muchísimas cosas en el mismo lapso en que una persona aprende a patinar, pero eso que el cuerpo aprende difícilmente lo olvida.  Aun así, ambas memorias funcionan de una manera muy similar, ambas recuerdan mediante el mismo proceso: repiten sin cesar, repiten, repiten, repiten. Memorizar un poema es igual que aprender el solo de Stair way to heaven: todos los días uno se levanta, lee el poema o toca las cuerdas durante un par de horas, todos los días se hace, una y otra vez, hasta que se puede interpretar y recitar sin problema, guía o esfuerzo titánico.

viernes, 17 de marzo de 2017

Lo que es una fragmentación (parte uno)

Me siento paralizado. Aquí, sentado frente a la pantalla del computador, con los auriculares bien puestos sobre mi cabezota, me siento paralizado. Al punto de querer dejar de escribir para perderme en la fantástica imaginación que provoca la música de L’arc~en~ciel, la idea de mí mismo cantando unas notas que no soy capaz de alcanzar, tocando una guitarra para la que no tengo la habilidad. Tan terrible es la parálisis que a cada instante pierdo el rumbo, me distraigo, y circulo entre páginas web que nada representan para mí, indignándome por la premiación de terceros, las quejas de cuartos y las premisas revolucionarias de unos quintos que no son, como todos los demás mientras me siento aquí, más que una sombra inexplicablemente pesada sobre mis esfuerzos de existir.
Para empezar, ni siquiera sé cómo producir esa existencia. He estudiado una carrera de escritura para no saber qué quiero escribir, y me frustra cada vez que lo intento, porque me siento ante una imagen vacía que es, como me han dicho, la puerta a las posibilidades infinitas; a las historias que quiera, a los mundos que pueda. Me frustra por no poder encontrar lo que quiero, y me asusta por la posibilidad de no querer nada en especial. Es el mayor miedo que poseo: no querer nada en especial.
Lo terrible de esa posibilidad es que a su luz toda acción pasada pierde sentido. Lo pierde porque en el pasado algo se movió en el mundo para llegar a esa conclusión. Lo pierde porque no habría sentido alguno en perpetuar lo que no iba para ninguna parte. Me gusta creer que lo que se movió fui yo mismo, con la voluntad enervada por la posibilidad de lograr algo. Pero cualquier recuerdo no es más que una mancha borrosa en la conciencia. Muchas veces las acciones del mismo día tienen mucho menos que una mancha borrosa por motivo, y entonces me quedo parado frente al lavaplatos pensando “¿qué estoy haciendo?” Y es bastante evidente que estoy lavando los platos, o lavando un trapo para limpiar el reguero que hice en el suelo mientras servía el café, pero la pregunta se hunde mucho más en mi interior y deja de importar, realmente, el reguero en el suelo, el café caliente, los platos sucios, comer, beber, ir al baño, dormir o estar despierto, hablar o callar, todo pierde importancia y resulta mejor sentarme en la mesa del comedor a observar por la ventana, sin ninguna clase de motivo, sin siquiera esa mancha borrosa que a veces detesto.
No puedo estar feliz con el espacio vacío. Porque está vacío. Y tampoco puedo con que la alegría de llenarlo, que verterse uno sobre el papel, que darse la oportunidad de expresar todos los sentimientos y pensamientos que a nadie contaría, que disfrutar el juego con las palabras, el intento desaforado y desvergonzado de intentar manipular a las personas por medio de estructuras truculentas que hasta en la evidencia son efectivas. No puedo estar feliz con eso porque implica desear alguna cosa en especial, y no encuentro eso que deseo en especial.
A veces me pongo a pensar, sin el interés real de hacer algo, en lo que resultaría divertido escribir. Una novela de ciencia ficción, o algo bastante biográfico a manera de novela de formación. Unos cuentos sobre las distintas formas de la espera, por ejemplo, sonarían bastante interesantes; o cien monólogos masculinos, en donde el primero sea un niño que huye de un perro rabioso y mientras corre, ahí mismo, piensa en lo vergonzoso que ha sido cagarse justo al empezar a correr, lo increíblemente oloroso o lo increíblemente sensible de su nariz; ahí mismo nos echa el cuento de sus temores más oscuros y deseos prohibidos. Y mientras más vueltas le doy más me emociono. Y la emoción no se queda ahí, es cosa de empezar y darle cuerda para terminar siendo yo mismo el protagonista, que no solo viaja en el tiempo, o madura, o se caga encima, sino que también besa a la chica linda, lucha contra el patán o el estúpido. Sin darme cuenta estoy interesado no solo en imágenes ficticias que resultan divertidas, sino que sueño con la mundana vida de adolescente que nunca tuve y que, aún en lo más cercano, evité por completo. Sentirme ofendido con facilidad, insultar sin pensar en las consecuencias, ser el hombre –el mero macho –y salvar mi honor con los huesos de mis nudillos al aire.
Más de una vez empecé a ver anime para luego imaginarme a mí mismo siendo uno de los personajes, siendo el protagonista, llevando la historia más allá de sus límites, logrando el amor de la chica, convirtiéndome en el héroe… Así empezó, por ejemplo, mi gusto por el futbol americano. Vi un anime de comedia, Eyeshield 21, y, en un intento por no solo reírme sino también entender, revisé las reglas, vi algunos partidos de la NFL y de futbol universitario, conocí a los jugadores famosos, estuve pendiente de las postemporada, seguí minuto a minuto el Super Bowl, ganaron los Patriots, me emocioné de ver jugar a Tom Brady y Rob Gronkowski, pero me avergonzaba admitirlo porque representaban a los patriotas de nueva Inglaterra, un equipo de blanquitos americanos muy dignos de su raza, algunos que deseaban make America great again y toda esa clase de cosas que no terminaban de casar en mi mapa mental. Después de botarle mucha cabeza terminé por disculparlos y decir que, si era fácil olvidar el honoris causa de Borges por Pinochet, a estos también podría perdonarles alguna que otra extraña creencia y cualquier símbolo que no me interesara apoyar. A fin de cuentas, en las conferencias de prensa luego de los partidos, después de ganar, porque casi siempre ganaban, cuando les preguntaban qué harían si sus hijos vieran x o y video vulgar de internet, ellos se preocupaban por responder los asuntos que convenían al juego. Deportistas íntegros, figuras a seguir —por lo menos en el mundo de los deportes— y que se cuidaban de aparecer como deportistas y nada más. Sin darme cuenta se me metió en la cabeza la loca idea de ponerme a jugar futbol americano yo mismo; me regalaron un balón, dada la obsesión; pero nunca llegué a hacer lo que me prometía. Así de bueno era Eyeshield 21.
También fueron muy buenos otros animes. Bleach, soñaba con mi propia Zanpakutö; FullMetal Alchemist, donde la alquimia era una magia con la que podía jugar hasta desmembrar mi propio cuerpo por saber la verdad… Pero, de una y otra manera, volvía a preguntarme ¿qué verdad? O mejor dicho ¿qué quiero?
Tan bonito era imaginarme a mí mismo dentro de esas historias. Donde no necesitaba un motivo porque el mundo me lo daría de alguna forma. Entre esto y aquello veía los resquicios de la mentira (pues para lograr la alquimia debía estudiar ciencias exactas, cosa que nunca se me dio muy bien, y para hacer deporte necesitaba una portentosa voluntad, ni que decir de convertirme en Shinigami, pues eso me llevaría a creer en alguna cosa, pero siempre he sentido que creer le quita el sentido a intentar encontrar cualquier clase de motivo interior) y regresaba a la realidad, lleno de temores y bloqueos. Fundados en muchas cosas, pero a ojos de muchos no tan importante. Todo tan bonito para al final recordar que no sirve de nada.

Estuve hace unos días sentado en un café al aire libre junto a un señor calvo y medio rechoncho que, durante el tiempo que me demoré en beber mi botella de agua, no se despegó en lo absoluto de la pantalla de su tableta y las hojas de su cuaderno. Lentamente anotaba garabatos y hacía dibujos o rayones. Nunca miró para ningún lugar que no fuera “su” espacio de trabajo. ¿Cómo haría?