Me siento paralizado. Aquí, sentado frente a la
pantalla del computador, con los auriculares bien puestos sobre mi cabezota, me
siento paralizado. Al punto de querer dejar de escribir para perderme en la
fantástica imaginación que provoca la música de L’arc~en~ciel, la idea de mí
mismo cantando unas notas que no soy capaz de alcanzar, tocando una guitarra
para la que no tengo la habilidad. Tan terrible es la parálisis que a cada
instante pierdo el rumbo, me distraigo, y circulo entre páginas web que nada
representan para mí, indignándome por la premiación de terceros, las quejas de
cuartos y las premisas revolucionarias de unos quintos que no son, como todos
los demás mientras me siento aquí, más que una sombra inexplicablemente pesada
sobre mis esfuerzos de existir.
Para empezar, ni siquiera sé cómo producir esa
existencia. He estudiado una carrera de escritura para no saber qué quiero
escribir, y me frustra cada vez que lo intento, porque me siento ante una
imagen vacía que es, como me han dicho, la puerta a las posibilidades
infinitas; a las historias que quiera, a los mundos que pueda. Me frustra por
no poder encontrar lo que quiero, y me asusta por la posibilidad de no querer nada
en especial. Es el mayor miedo que poseo: no querer nada en especial.
Lo terrible de esa posibilidad es que a su luz toda
acción pasada pierde sentido. Lo pierde porque en el pasado algo se movió en el
mundo para llegar a esa conclusión. Lo pierde porque no habría sentido alguno
en perpetuar lo que no iba para ninguna parte. Me gusta creer que lo que se
movió fui yo mismo, con la voluntad enervada por la posibilidad de lograr algo.
Pero cualquier recuerdo no es más que una mancha borrosa en la conciencia.
Muchas veces las acciones del mismo día tienen mucho menos que una mancha
borrosa por motivo, y entonces me quedo parado frente al lavaplatos pensando
“¿qué estoy haciendo?” Y es bastante evidente que estoy lavando los platos, o
lavando un trapo para limpiar el reguero que hice en el suelo mientras servía
el café, pero la pregunta se hunde mucho más en mi interior y deja de importar,
realmente, el reguero en el suelo, el café caliente, los platos sucios, comer,
beber, ir al baño, dormir o estar despierto, hablar o callar, todo pierde
importancia y resulta mejor sentarme en la mesa del comedor a observar por la
ventana, sin ninguna clase de motivo, sin siquiera esa mancha borrosa que a
veces detesto.
No puedo estar feliz con el espacio vacío. Porque está
vacío. Y tampoco puedo con que la alegría de llenarlo, que verterse uno sobre
el papel, que darse la oportunidad de expresar todos los sentimientos y
pensamientos que a nadie contaría, que disfrutar el juego con las palabras, el
intento desaforado y desvergonzado de intentar manipular a las personas por
medio de estructuras truculentas que hasta en la evidencia son efectivas. No
puedo estar feliz con eso porque implica desear alguna cosa en especial, y no
encuentro eso que deseo en especial.
A veces me pongo a pensar, sin el interés real de
hacer algo, en lo que resultaría divertido escribir. Una novela de ciencia
ficción, o algo bastante biográfico a manera de novela de formación. Unos
cuentos sobre las distintas formas de la espera, por ejemplo, sonarían bastante
interesantes; o cien monólogos masculinos, en donde el primero sea un niño que
huye de un perro rabioso y mientras corre, ahí mismo, piensa en lo vergonzoso
que ha sido cagarse justo al empezar a correr, lo increíblemente oloroso o lo
increíblemente sensible de su nariz; ahí mismo nos echa el cuento de sus
temores más oscuros y deseos prohibidos. Y mientras más vueltas le doy más me
emociono. Y la emoción no se queda ahí, es cosa de empezar y darle cuerda para
terminar siendo yo mismo el protagonista, que no solo viaja en el tiempo, o
madura, o se caga encima, sino que también besa a la chica linda, lucha contra
el patán o el estúpido. Sin darme cuenta estoy interesado no solo en imágenes
ficticias que resultan divertidas, sino que sueño con la mundana vida de
adolescente que nunca tuve y que, aún en lo más cercano, evité por completo.
Sentirme ofendido con facilidad, insultar sin pensar en las consecuencias, ser
el hombre –el mero macho –y salvar mi honor con los huesos de mis nudillos al
aire.
Más de una vez empecé a ver anime para luego
imaginarme a mí mismo siendo uno de los personajes, siendo el protagonista,
llevando la historia más allá de sus límites, logrando el amor de la chica,
convirtiéndome en el héroe… Así empezó, por ejemplo, mi gusto por el futbol
americano. Vi un anime de comedia, Eyeshield
21, y, en un intento por no solo reírme sino también entender, revisé las
reglas, vi algunos partidos de la NFL y de futbol universitario, conocí a los
jugadores famosos, estuve pendiente de las postemporada, seguí minuto a minuto
el Super Bowl, ganaron los Patriots, me emocioné de ver jugar a Tom Brady y Rob
Gronkowski, pero me avergonzaba admitirlo porque representaban a los patriotas
de nueva Inglaterra, un equipo de blanquitos americanos muy dignos de su raza,
algunos que deseaban make America great
again y toda esa clase de cosas que no terminaban de casar en mi mapa
mental. Después de botarle mucha cabeza terminé por disculparlos y decir que,
si era fácil olvidar el honoris causa de Borges por Pinochet, a estos también
podría perdonarles alguna que otra extraña creencia y cualquier símbolo que no
me interesara apoyar. A fin de cuentas, en las conferencias de prensa luego de
los partidos, después de ganar, porque casi siempre ganaban, cuando les
preguntaban qué harían si sus hijos vieran x o y video vulgar de internet,
ellos se preocupaban por responder los asuntos que convenían al juego.
Deportistas íntegros, figuras a seguir —por lo menos en el mundo de los
deportes— y que se cuidaban de aparecer como deportistas y nada más. Sin darme
cuenta se me metió en la cabeza la loca idea de ponerme a jugar futbol
americano yo mismo; me regalaron un balón, dada la obsesión; pero nunca llegué
a hacer lo que me prometía. Así de bueno era Eyeshield 21.
También fueron muy buenos otros animes. Bleach, soñaba con mi propia Zanpakutö; FullMetal Alchemist, donde la alquimia era una magia con la que
podía jugar hasta desmembrar mi propio cuerpo por saber la verdad… Pero, de una
y otra manera, volvía a preguntarme ¿qué verdad? O mejor dicho ¿qué quiero?
Tan bonito era imaginarme a mí mismo dentro de esas
historias. Donde no necesitaba un motivo porque el mundo me lo daría de alguna
forma. Entre esto y aquello veía los resquicios de la mentira (pues para lograr
la alquimia debía estudiar ciencias exactas, cosa que nunca se me dio muy bien,
y para hacer deporte necesitaba una portentosa voluntad, ni que decir de
convertirme en Shinigami, pues eso me
llevaría a creer en alguna cosa, pero
siempre he sentido que creer le quita el sentido a intentar encontrar cualquier
clase de motivo interior) y regresaba a la realidad, lleno de temores y
bloqueos. Fundados en muchas cosas, pero a ojos de muchos no tan importante.
Todo tan bonito para al final recordar que no sirve de nada.
Estuve hace unos días sentado en un café al aire libre
junto a un señor calvo y medio rechoncho que, durante el tiempo que me demoré
en beber mi botella de agua, no se despegó en lo absoluto de la pantalla de su
tableta y las hojas de su cuaderno. Lentamente anotaba garabatos y hacía
dibujos o rayones. Nunca miró para ningún lugar que no fuera “su” espacio de
trabajo. ¿Cómo haría?
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