lunes, 5 de junio de 2017

Historias: I

Conversación en la arena
Luego de saltar al agua congelada, una corriente inesperada arrastró el gran cuerpo del monstruo a destinos desconocidos. Alguna especie de milagro profético no hundió su pesada y remendada estructura a la abisal base del mar ártico, sino que lo arrastró lejos de tierra por largo tiempo hasta que, por fin, encalló en un paraje desconocido para él.
No fue fácil llegar a terreno alto. Su cuerpo, corroído por tanto tiempo en el agua, pesaba y apestaba a podredumbre. Para salir del agua debió arrastrarse con las manos, que apenas si se podían agarrar del suelo. En el mar perdió las ropas y ahora, desnudo, hería sus carnes mientras avanzaba. El dolor era realmente indescriptible, y más que las heridas de su cuerpo, pesaba en él la tristeza de no haber seguido el destino de su creador.
“¿Qué hago aquí?” se preguntó al llegar bajo un árbol rodeado de pasto, fuera de la playa. Repitió la pregunta en voz alta, como si esperara una respuesta, aunque sabía que nadie querría responder. No cuestionaba los motivos o los medios que llevaron su cuerpo hasta ese lugar, sino las razones para que su vida continuara. Ya no había nada que pudiera, de alguna manera —así fuera retorcida—, justificar, siquiera un poco, que respirara el aire que no le pertenecía.
Del mundo escuchaba las olas que rompían en la playa con constante suavidad. El viento que de tanto en tanto agitaba las hojas de hierba alrededor. Saltos de pájaros y animales entre arbustos y ramas. Su respiración entrecortada y la sangre que fluía lentamente de su cuerpo para nutrir el suelo bajo él. Todo como un arrullo cariñoso que bloqueaba sus pensamientos, las preguntas fútiles y el dolor que deseaba perpetuar. Muy pronto se quedó dormido.
Si solo había sido una noche, no lo supo, pero recordaba imágenes de mundos que no había vivido y que parecían inviables. Estaría sentado frente a una mesa hecha para su tamaño. El sol golpeaba su frente, que sudaba para refrescar su cuerpo del calor abrazador. Sentía en todas partes el escozor de los rayos perforando su piel expuesta, pero era una sensación tan nueva que disfrutaba la posibilidad de experimentarla. Estaba todo tan iluminado que apenas si podía distinguir su propia silueta y, a la distancia, la existencia de cosas que también se batían con el calor. También, por lo amarillo del sol, no era capaz de identificar si se encontraba en un desierto o en otro lugar. No tenía sed, y, dentro de todo, no es que se sintiera realmente incómodo. Solo estaba sentado allí, sin poder ver muy bien delante de sí. Sin que hubiera nada más.
Abrió los ojos para ver en la oscuridad que seguía escuchando el oleaje, y el viento, y los animales, y la vida a su alrededor. Lloró por no poder ser parte de la vida. Imaginó a su padre acercándose lentamente desde el mar. Levantaba su cabeza de entre el oleaje y caminaba pesadamente sobre la arena. Su cuerpo chorreaba agua sin cesar y la arena hundía su cuerpo con cada paso, cada vez más profundo, cada vez más profundo. Cuando estuvo a tan solo un par de metros ya su cuerpo no podía avanzar. Como tenía las piernas cubiertas de arena hasta las rodillas decidió sentarse y mirar cómo su hijo, su creación, estaba tirado en el suelo, como esperando la muerte, todo maltrecho, con un gesto de profunda desesperación en la mirada. “Fue un sueño” imaginó que decía. No sabía exactamente qué era un sueño, en alguna parte lo leyó y ya había olvidado donde, pero imaginaba que su padre le decía “fue un sueño, todo eso que viste”.
“No fue más que una imagen de tus deseos, un imposible que, de alguna forma irrelevante, querías hacer realidad. ¿No lo entiendes? Está fuera de tus posibilidades actuales. Yo nunca entendí porque resultó así, cómo fue que pudiste desear el mundo completo con tan poco tiempo de haber estado en él. No es que fuera maravilla lo que sintieras. Claro, acepto que había sorpresa en tus ojos al recorrer los bosques y la montaña, pero creí que en tu infancia los más simples descubrimientos te harían feliz.”
No. Seguro que no. No creía que su padre fuera a llegar de la nada a hablar con él del deseo y la felicidad. De la sorpresa y la realidad. No era posible, no solo por la muerte, sino también por quién era en realidad: un hombre aterrorizado y débil. Ese era el más terrible descubrimiento, y creía que la persecución y la muerte de su creador lo liberarían de las ataduras al mundo que tanto añoraba, pero todo había sido una equivocación. Que lo viera ahora, enterrado en la playa, mirándolo con lástima y lleno de preguntas, no era más que una muestra de sus ataduras, de sus deseos inmortales, nada más que lo natural para un ser humano cualquiera.
“Yo deseo.” Se imaginó responder a su padre. “Yo deseo porque todos han deseado. Deseo porque la carne que me hace alguna vez deseó. Deseo porque tú me deseaste. Deseo tener alguien que me observe, que no limite su interacción por el terror. Alguien que hable tranquilamente a mi lado y que reconozca mi existencia no solo por mi voz sino también por mi apariencia. Deseo viajar, ver, oler. Tocar las carnes de personas distintas y llenarme en el éxtasis de su tacto. Y quizá sea un sueño fútil. Pero así me has hecho. Así que, si querías algo distinto, erraste el camino. Lo que debiste hacer fue nunca haber comenzado”.
Los ojos claros de su padre se enturbiaron con la respuesta. Como si un peso inmenso cayera sobre sus hombros, se comenzó a hundir lentamente en la arena. No se sobresaltó, no gritó, no comenzó a batirse con el suelo que lo succionaba. Tomó sus piernas, tomó su cadera, subió por su torso y antes de tapar su boca dijo: “ah, ahora entiendo”.

Ya en la soledad de la noche, sin fantasmas, imágenes o imaginaciones perversas, se volvió a dormir sin saber si volvería a despertar. Pero si lo hacía, no esperaría otra vez a que sus deseos fueran concedidos.