Conversación
en la arena
Luego de saltar al agua
congelada, una corriente inesperada arrastró el gran cuerpo del monstruo a
destinos desconocidos. Alguna especie de milagro profético no hundió su pesada
y remendada estructura a la abisal base del mar ártico, sino que lo arrastró
lejos de tierra por largo tiempo hasta que, por fin, encalló en un paraje
desconocido para él.
No fue fácil llegar a terreno
alto. Su cuerpo, corroído por tanto tiempo en el agua, pesaba y apestaba a
podredumbre. Para salir del agua debió arrastrarse con las manos, que apenas si
se podían agarrar del suelo. En el mar perdió las ropas y ahora, desnudo, hería
sus carnes mientras avanzaba. El dolor era realmente indescriptible, y más que
las heridas de su cuerpo, pesaba en él la tristeza de no haber seguido el
destino de su creador.
“¿Qué hago aquí?” se preguntó
al llegar bajo un árbol rodeado de pasto, fuera de la playa. Repitió la
pregunta en voz alta, como si esperara una respuesta, aunque sabía que nadie querría
responder. No cuestionaba los motivos o los medios que llevaron su cuerpo hasta
ese lugar, sino las razones para que su vida continuara. Ya no había nada que
pudiera, de alguna manera —así fuera retorcida—, justificar, siquiera un poco, que
respirara el aire que no le pertenecía.
Del mundo escuchaba las olas
que rompían en la playa con constante suavidad. El viento que de tanto en tanto
agitaba las hojas de hierba alrededor. Saltos de pájaros y animales entre
arbustos y ramas. Su respiración entrecortada y la sangre que fluía lentamente
de su cuerpo para nutrir el suelo bajo él. Todo como un arrullo cariñoso que
bloqueaba sus pensamientos, las preguntas fútiles y el dolor que deseaba
perpetuar. Muy pronto se quedó dormido.
Si solo había sido una noche,
no lo supo, pero recordaba imágenes de mundos que no había vivido y que
parecían inviables. Estaría sentado frente a una mesa hecha para su tamaño. El
sol golpeaba su frente, que sudaba para refrescar su cuerpo del calor
abrazador. Sentía en todas partes el escozor de los rayos perforando su piel
expuesta, pero era una sensación tan nueva que disfrutaba la posibilidad de
experimentarla. Estaba todo tan iluminado que apenas si podía distinguir su
propia silueta y, a la distancia, la existencia de cosas que también se batían
con el calor. También, por lo amarillo del sol, no era capaz de identificar si
se encontraba en un desierto o en otro lugar. No tenía sed, y, dentro de todo,
no es que se sintiera realmente incómodo. Solo estaba sentado allí, sin poder
ver muy bien delante de sí. Sin que hubiera nada más.
Abrió los ojos para ver en la
oscuridad que seguía escuchando el oleaje, y el viento, y los animales, y la
vida a su alrededor. Lloró por no poder ser parte de la vida. Imaginó a su
padre acercándose lentamente desde el mar. Levantaba su cabeza de entre el
oleaje y caminaba pesadamente sobre la arena. Su cuerpo chorreaba agua sin
cesar y la arena hundía su cuerpo con cada paso, cada vez más profundo, cada
vez más profundo. Cuando estuvo a tan solo un par de metros ya su cuerpo no
podía avanzar. Como tenía las piernas cubiertas de arena hasta las rodillas
decidió sentarse y mirar cómo su hijo, su creación, estaba tirado en el suelo,
como esperando la muerte, todo maltrecho, con un gesto de profunda
desesperación en la mirada. “Fue un sueño” imaginó que decía. No sabía
exactamente qué era un sueño, en alguna parte lo leyó y ya había olvidado
donde, pero imaginaba que su padre le decía “fue un sueño, todo eso que viste”.
“No fue más que una imagen de
tus deseos, un imposible que, de alguna forma irrelevante, querías hacer
realidad. ¿No lo entiendes? Está fuera de tus posibilidades actuales. Yo nunca
entendí porque resultó así, cómo fue que pudiste desear el mundo completo con
tan poco tiempo de haber estado en él. No es que fuera maravilla lo que
sintieras. Claro, acepto que había sorpresa en tus ojos al recorrer los bosques
y la montaña, pero creí que en tu infancia los más simples descubrimientos te
harían feliz.”
No. Seguro que no. No creía
que su padre fuera a llegar de la nada a hablar con él del deseo y la
felicidad. De la sorpresa y la realidad. No era posible, no solo por la muerte,
sino también por quién era en realidad: un hombre aterrorizado y débil. Ese era
el más terrible descubrimiento, y creía que la persecución y la muerte de su
creador lo liberarían de las ataduras al mundo que tanto añoraba, pero todo
había sido una equivocación. Que lo viera ahora, enterrado en la playa,
mirándolo con lástima y lleno de preguntas, no era más que una muestra de sus
ataduras, de sus deseos inmortales, nada más que lo natural para un ser humano
cualquiera.
“Yo deseo.” Se imaginó
responder a su padre. “Yo deseo porque todos han deseado. Deseo porque la carne
que me hace alguna vez deseó. Deseo porque tú me deseaste. Deseo tener alguien
que me observe, que no limite su interacción por el terror. Alguien que hable
tranquilamente a mi lado y que reconozca mi existencia no solo por mi voz sino
también por mi apariencia. Deseo viajar, ver, oler. Tocar las carnes de
personas distintas y llenarme en el éxtasis de su tacto. Y quizá sea un sueño
fútil. Pero así me has hecho. Así que, si querías algo distinto, erraste el
camino. Lo que debiste hacer fue nunca haber comenzado”.
Los ojos claros de su padre se
enturbiaron con la respuesta. Como si un peso inmenso cayera sobre sus hombros,
se comenzó a hundir lentamente en la arena. No se sobresaltó, no gritó, no
comenzó a batirse con el suelo que lo succionaba. Tomó sus piernas, tomó su
cadera, subió por su torso y antes de tapar su boca dijo: “ah, ahora entiendo”.
Ya en la soledad de la noche,
sin fantasmas, imágenes o imaginaciones perversas, se volvió a dormir sin saber
si volvería a despertar. Pero si lo hacía, no esperaría otra vez a que sus deseos
fueran concedidos.
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