domingo, 20 de agosto de 2017

sábado, 5 de agosto de 2017

Sobre las cosas que me digo (3)

Así luce mi fondo de pantalla. Es una pintura de Lan Zhenghui. Y no sé más.
El lapso entre mis pensamientos y el inicio de la computadora se siente demasiado extenso. Para eso supongo que están los rituales antes de trabajar, para preparar el cuerpo, para aclarar las ideas y controlar los deseos por discurrir entre un mundo y otro, y otro, y otro. Estaba pensando que tengo mucha predisposición para trabajar en la noche porque me tomo demasiado tiempo para pensar en las cosas que quiero trabajar. Y eso me pasa porque no tengo demasiado claro para qué quiero trabajar en eso, para qué quiero escribir al respecto. Es más, ni siquiera sé cómo terminé con la idea en la cabeza de que podía concentrarme en algo específico y explorarlo hasta el final. A veces pienso que mi único interés real en la vida es entablar conversaciones con extraños sobre cosas que me interesan.
Conversaciones reales, bilaterales, “nutritivas”. Pero soy demasiado penoso para hacerlo. Me falta el coraje para abordar a un señor en la calle y preguntarle que de dónde sacó el abrigo, para contarle que me encantan los abrigos y que siempre he soñado con comprar alguno, que el peso sobre el cuerpo es maravilloso, todo bien distribuido, cálido, agradable. Me da demasiada vergüenza hablarles a las chicas que me parecen lindas en la calle y solo me quedo imaginando cómo le diría que su blusa amarilla de puntitos rojos y negros me parece bonita, que le queda bien. Incluso soy demasiado penoso como para sonreír a la gente en la calle, así lo haga a todo volumen en espacios cerrados. Siempre camino por la calle con el ceño fruncido, con la mirada perdida en el horizonte, pero lo suficientemente atento como para alejar a todo aquel que se me acerque. La más reciente fue un artesano de Ibagué, que me mostró sus manos callosas y grandes, que me pedía dinero para ir a un comedor comunal a unas cuadras más al sur, y que me confesaba, además, que se había colado en Transmilenio, que quería poder pagar el pasaje, pero no tenía como; y con cada frase daba un paso hacia atrás, yo no podía evitar mirar sus pies retroceder, y él desviaba su mirada cuando yo regresaba a su rostro. Me pidió el dinero porque creyó que yo era buena gente, o blandengue, o asustadizo. Pero quién sabe exactamente cómo lo miré como para que se fuera apenas esbocé mi negativa, se fuera a recostar contra una pared a continuar la caza con su mirada
tristona.
Yo leía en un libro de Oe hace unos días su introducción a los ensayos que escribió sobre Hiroshima, que se había dado cuenta de lo que quería hacer con esos textos cuando caminaba desesperado por una ciudad desierta en la mañana, viva en el día, pero devastada en silencio. Se dio cuenta mientras caminaba desesperado por la calle. Y yo cuando camino desesperado por la calle me imagino son las posibles conversaciones con la gente. Y posiblemente eso sea lo que me incita a escribir. Caminar por la calle con la desesperación de no poder hablar de lo que quiero con quien quiero cuando quiero. Pero tampoco es que yo escriba sobre esas cosas. Solo… espero a que tome una decisión.

He conocido personas que tienen tan claro el destino que desean tomar, el estilo de vida que esperan para sí. Ojalá fuera como ellos. Yo por el contrario no hago sino relegar, dejar de lado hasta que algo en el destino haga todo funcionar. “Al final, todo saldrá bien”. Así respondía a mis compañeras de la universidad cuando me preguntaban sobre mi trabajo y yo no había hecho nada. Y a corto plazo funcionaba. Todo salía bien. Ahora… no sé si sigue saliendo bien. O si solo sigue saliendo, como por designio de una simple sucesión de hechos.

Por eso a veces escribo en el medio de la noche, cuando mi cabeza da vueltas, cuando todo quiere dormir, cuando yo quiero dormir; cuando puedo dejar de pensar tanto y tener menos trabas que superar. Pero si hubiera tomado una decisión real de una vez por todas, quizá no haría las cosas de esta manera. De forma despreocupada.