domingo, 26 de marzo de 2017

Sobre las cosas que me digo (parte uno)

El ser humano es, en un nivel muy básico, una máquina para recordar. Es un disco duro móvil, que palpita y sangra cuando se lo hiere; pero, aunque sea rayado, roto o desconectado, no deja de guardar información. Por eso el mundo en el que vivimos ha sido construido tal como es. Hecho para que todo recuerde. Las calles son vitrinas de recuerdos, llenas a tope, sino de memorias, por lo menos de preguntas para los desprevenidos e ignorantes de las historias que ocupan cada lugar.
¿Por qué habrá allí vidrio roto? ¿Siempre estuvo este local aquí? ¿Por qué eligieron ese color para la fachada? ¿Qué hacen colgados esos leotardos de la pared? Son las cosas que podrían pasar por nuestra mente, mientras uno va descubriendo cuales son las historias propias que van a verse cuando pase frente a cada lugar.

Además, resulta que no solo es la mente la que guarda cosas, sino que también el cuerpo almacena información y, a veces, de manera mucho más precisa. La memoria del cerebro acumula las imágenes de los días de nuestra niñez, de la época del colegio, durante el matrimonio de algún tío lejano; tiende a olvidar, a borrar -a veces de manera aleatoria, a veces de manera selectiva-; tiende a tergiversar y a equivocar; nuestros recuerdos no son una fuente confiable la mayor parte de las veces. El cuerpo, por su parte, no suele cometer esos errores. Sí, toma más tiempo que él aprenda; toma mucho tiempo hacer que unas manos toquen bien la guitarra o que un brazo lance correctamente el balón; la mente habrá hecho muchísimas cosas en el mismo lapso en que una persona aprende a patinar, pero eso que el cuerpo aprende difícilmente lo olvida.  Aun así, ambas memorias funcionan de una manera muy similar, ambas recuerdan mediante el mismo proceso: repiten sin cesar, repiten, repiten, repiten. Memorizar un poema es igual que aprender el solo de Stair way to heaven: todos los días uno se levanta, lee el poema o toca las cuerdas durante un par de horas, todos los días se hace, una y otra vez, hasta que se puede interpretar y recitar sin problema, guía o esfuerzo titánico.

viernes, 17 de marzo de 2017

Lo que es una fragmentación (parte uno)

Me siento paralizado. Aquí, sentado frente a la pantalla del computador, con los auriculares bien puestos sobre mi cabezota, me siento paralizado. Al punto de querer dejar de escribir para perderme en la fantástica imaginación que provoca la música de L’arc~en~ciel, la idea de mí mismo cantando unas notas que no soy capaz de alcanzar, tocando una guitarra para la que no tengo la habilidad. Tan terrible es la parálisis que a cada instante pierdo el rumbo, me distraigo, y circulo entre páginas web que nada representan para mí, indignándome por la premiación de terceros, las quejas de cuartos y las premisas revolucionarias de unos quintos que no son, como todos los demás mientras me siento aquí, más que una sombra inexplicablemente pesada sobre mis esfuerzos de existir.
Para empezar, ni siquiera sé cómo producir esa existencia. He estudiado una carrera de escritura para no saber qué quiero escribir, y me frustra cada vez que lo intento, porque me siento ante una imagen vacía que es, como me han dicho, la puerta a las posibilidades infinitas; a las historias que quiera, a los mundos que pueda. Me frustra por no poder encontrar lo que quiero, y me asusta por la posibilidad de no querer nada en especial. Es el mayor miedo que poseo: no querer nada en especial.
Lo terrible de esa posibilidad es que a su luz toda acción pasada pierde sentido. Lo pierde porque en el pasado algo se movió en el mundo para llegar a esa conclusión. Lo pierde porque no habría sentido alguno en perpetuar lo que no iba para ninguna parte. Me gusta creer que lo que se movió fui yo mismo, con la voluntad enervada por la posibilidad de lograr algo. Pero cualquier recuerdo no es más que una mancha borrosa en la conciencia. Muchas veces las acciones del mismo día tienen mucho menos que una mancha borrosa por motivo, y entonces me quedo parado frente al lavaplatos pensando “¿qué estoy haciendo?” Y es bastante evidente que estoy lavando los platos, o lavando un trapo para limpiar el reguero que hice en el suelo mientras servía el café, pero la pregunta se hunde mucho más en mi interior y deja de importar, realmente, el reguero en el suelo, el café caliente, los platos sucios, comer, beber, ir al baño, dormir o estar despierto, hablar o callar, todo pierde importancia y resulta mejor sentarme en la mesa del comedor a observar por la ventana, sin ninguna clase de motivo, sin siquiera esa mancha borrosa que a veces detesto.
No puedo estar feliz con el espacio vacío. Porque está vacío. Y tampoco puedo con que la alegría de llenarlo, que verterse uno sobre el papel, que darse la oportunidad de expresar todos los sentimientos y pensamientos que a nadie contaría, que disfrutar el juego con las palabras, el intento desaforado y desvergonzado de intentar manipular a las personas por medio de estructuras truculentas que hasta en la evidencia son efectivas. No puedo estar feliz con eso porque implica desear alguna cosa en especial, y no encuentro eso que deseo en especial.
A veces me pongo a pensar, sin el interés real de hacer algo, en lo que resultaría divertido escribir. Una novela de ciencia ficción, o algo bastante biográfico a manera de novela de formación. Unos cuentos sobre las distintas formas de la espera, por ejemplo, sonarían bastante interesantes; o cien monólogos masculinos, en donde el primero sea un niño que huye de un perro rabioso y mientras corre, ahí mismo, piensa en lo vergonzoso que ha sido cagarse justo al empezar a correr, lo increíblemente oloroso o lo increíblemente sensible de su nariz; ahí mismo nos echa el cuento de sus temores más oscuros y deseos prohibidos. Y mientras más vueltas le doy más me emociono. Y la emoción no se queda ahí, es cosa de empezar y darle cuerda para terminar siendo yo mismo el protagonista, que no solo viaja en el tiempo, o madura, o se caga encima, sino que también besa a la chica linda, lucha contra el patán o el estúpido. Sin darme cuenta estoy interesado no solo en imágenes ficticias que resultan divertidas, sino que sueño con la mundana vida de adolescente que nunca tuve y que, aún en lo más cercano, evité por completo. Sentirme ofendido con facilidad, insultar sin pensar en las consecuencias, ser el hombre –el mero macho –y salvar mi honor con los huesos de mis nudillos al aire.
Más de una vez empecé a ver anime para luego imaginarme a mí mismo siendo uno de los personajes, siendo el protagonista, llevando la historia más allá de sus límites, logrando el amor de la chica, convirtiéndome en el héroe… Así empezó, por ejemplo, mi gusto por el futbol americano. Vi un anime de comedia, Eyeshield 21, y, en un intento por no solo reírme sino también entender, revisé las reglas, vi algunos partidos de la NFL y de futbol universitario, conocí a los jugadores famosos, estuve pendiente de las postemporada, seguí minuto a minuto el Super Bowl, ganaron los Patriots, me emocioné de ver jugar a Tom Brady y Rob Gronkowski, pero me avergonzaba admitirlo porque representaban a los patriotas de nueva Inglaterra, un equipo de blanquitos americanos muy dignos de su raza, algunos que deseaban make America great again y toda esa clase de cosas que no terminaban de casar en mi mapa mental. Después de botarle mucha cabeza terminé por disculparlos y decir que, si era fácil olvidar el honoris causa de Borges por Pinochet, a estos también podría perdonarles alguna que otra extraña creencia y cualquier símbolo que no me interesara apoyar. A fin de cuentas, en las conferencias de prensa luego de los partidos, después de ganar, porque casi siempre ganaban, cuando les preguntaban qué harían si sus hijos vieran x o y video vulgar de internet, ellos se preocupaban por responder los asuntos que convenían al juego. Deportistas íntegros, figuras a seguir —por lo menos en el mundo de los deportes— y que se cuidaban de aparecer como deportistas y nada más. Sin darme cuenta se me metió en la cabeza la loca idea de ponerme a jugar futbol americano yo mismo; me regalaron un balón, dada la obsesión; pero nunca llegué a hacer lo que me prometía. Así de bueno era Eyeshield 21.
También fueron muy buenos otros animes. Bleach, soñaba con mi propia Zanpakutö; FullMetal Alchemist, donde la alquimia era una magia con la que podía jugar hasta desmembrar mi propio cuerpo por saber la verdad… Pero, de una y otra manera, volvía a preguntarme ¿qué verdad? O mejor dicho ¿qué quiero?
Tan bonito era imaginarme a mí mismo dentro de esas historias. Donde no necesitaba un motivo porque el mundo me lo daría de alguna forma. Entre esto y aquello veía los resquicios de la mentira (pues para lograr la alquimia debía estudiar ciencias exactas, cosa que nunca se me dio muy bien, y para hacer deporte necesitaba una portentosa voluntad, ni que decir de convertirme en Shinigami, pues eso me llevaría a creer en alguna cosa, pero siempre he sentido que creer le quita el sentido a intentar encontrar cualquier clase de motivo interior) y regresaba a la realidad, lleno de temores y bloqueos. Fundados en muchas cosas, pero a ojos de muchos no tan importante. Todo tan bonito para al final recordar que no sirve de nada.

Estuve hace unos días sentado en un café al aire libre junto a un señor calvo y medio rechoncho que, durante el tiempo que me demoré en beber mi botella de agua, no se despegó en lo absoluto de la pantalla de su tableta y las hojas de su cuaderno. Lentamente anotaba garabatos y hacía dibujos o rayones. Nunca miró para ningún lugar que no fuera “su” espacio de trabajo. ¿Cómo haría?