Una mezcla de las tres portadas: la de Ferreira, y dos de Vonnegut. |
Hace muy poco terminé de leer una vez más “Matadero
cinco” de Kurt Vonnegut. Como era mi segunda vez, decidí leerlo en inglés.
Era de esperarse que me perdiera la mayor parte de los
chistes. A veces pasaba por fragmentos que recordaba me habían hecho carcajear al
leerlos la primera vez en español, y más de una vez terminé por preguntarme qué
era eso que tanto me había hecho reír.
Hay que entender que esto me pasa por no conocer todas
las palabras, los refranes, las viejas canciones ni la apropiada entonación de
los acentos de américa del norte, Inglaterra, Alemania y cualquier otro hubiera
aparecido a lo largo de la novela.
Aun así, mi parte favorita sigue siendo el momento en
que Billy baja de su lecho conyugal, luego de entregar a su hija en matrimonio,
y llega a la cocina para ver —con una botella de champaña sin gas en la mano—
un documental sobre los aviones en la guerra, que parten desde barcos en medio
del mar y avanzan abriéndose camino entre la muerte y la destrucción, para
luego de un rato retroceder el tiempo y revertir lo hecho. Los aviones chupan
sus balas, reconstruyen los destrozos, desentierran los cuerpos y reviven a los
muertos, vuelan en reversa hasta sus portaviones donde son desmantelados por
hombres que vuelven a ser niños para luego regresar a sus úteros para comenzar,
de una vez por todas, el show de la eterna división que va desde el fin de los
tiempos hasta el comienzo.
De “Viaje al interior de una gota de sangre” me queda
el expansivo universo que viaja entre una mirada y otra, entre un camino y el
de más allá, entre un pueblo y otro, el sin fin de detalles que se posan sobre
una vida y que podríamos no parar de contemplar.
Un pensamiento recurrente en todo lo largo y ancho de
la historia era que sobre todas las pequeñas cosas que iba encontrando, yo
quería escribir así, alguna vez, con precisión, con fluidez, con agrado. Recordando
todo el tiempo que hasta lo más insignificante puede importar.
El comienzo me transportó a las fiestas de Pubenza,
que apenas si recuerdo por la bulla, por los viejos borrachos en las calles
chiflando a las muchachas morenas, pero que ese pueblo con sus niñas reinas me
hizo sentir familiar, como propio, como si de tanto en tanto hubiera en la
cuadra de al lado un reinado.
Otra de esas cosas fantásticas que me hizo disfrutar
página tras página fue esa distancia enorme entre las palabras de Ferreira y
las que toda mi vida recuerdo escuchar, todas llenas de odio recalcitrante.
Ahora, nota importante, para que me conozcan un poco
mejor, porque nunca sobra un poco de contexto y aclaración; debo presentarme
como un ignorante más de la historia del país, de las ciudades, de la muerte;
ignorante en general del dolor y, además, miedoso, gallina, esquivo de
confrontaciones, solo una máquina para recoger la sensación de las voces
aguerridas en la radio, televisión y periódico; pero para nada un ávido
consumidor de los medios —pues ni Caracol, mucho menos RCN y de entre todos los
otros, a veces, si eso, El espectador—, como tal, solo tengo en mente a la
gente que escribía y que escribe y que aún dice con verraquera, con un lágrima
fulgurante en el rabo del ojo, que ojalá los maten a todos, que eso es lo que
va a arreglar a este hijueputa país. Que los maten, no importa quienes sean.
Quizá sea por la poca distancia que imagino tengo con
el autor —por la edad o el contexto, aún no me he decidido—, que se me hace más
fácil leerlo, o querer hacerlo. Pero más allá de eso, lo que en el fondo calma
mis miedos cuando leo de una más o menos realidad, es que su detalle y su
cariño me dejan ver el arte por encima de esa “verdad”, o esa “historia”, o ese
“pasado”. Me deja ver un homenaje sincero, si es que vale decirlo así.
En ambos libros están los niños como protagonistas
inauditos. La cruzada de los niños no es solo la de Roma ni la de la segunda
guerra, sino también la del pequeño pueblo masacrado, la de los muchachitos
trabajando en los semáforos, la de los padres jóvenes, la de los nuevos adultos
que salen al mundo sin saber para dónde coger. Así somos todos, un Billy
Pilgrim deformado, un niño que ha tenido que crecer a pesar de no querer
hacerlo, a pesar de no saber hacerlo, al que han obligado a salir porque ya no
hay nada adentro para él.
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