Llevo un par de horas buscando qué hacer. A través de la pantalla veo todos los anuncios que se hacen pasar por personas en mis redes sociales. Con una mano hago click y con la otra llevo una gomita a mi boca.
He estado comiendo de el mismo paquete desde las tres de la tarde. Son las 7 y diez de la noche y me acabo la última goma. No sé si el ligero dolor en la boca del estómago es por el dulce o la ansiedad.
Sigo sin encontrar algo para hacer. Lo que me gusta hacer me aterroriza. No siento deseos de hacer ninguna de esas cosas, no creo que sea capaz de hacer ninguna de esas. Antes me gustaba leer, me gustaba escribir, me gustaba ver series, jugar videojuegos, jugar Go, buscar información sobre temas que llamaron mi atención durante la semana. Antes sentí algo de pasión por las cosas que me encontraba, me emocionaba la idea de aprender, de quizá compartir algo con alguien, de darme una oportunidad con algo que me atemorizaba, pero ya no.
Ahora me pregunto por qué, en lo absoluto, mantengo contacto con muchas de las cosas que me rodean, cuando eso es casi igual a estar completamente solo.
La soledad eterna.
El otro día pensaba en lo poco que hablo y en lo poco sincero que soy cuando lo hago. Casi que todas mis palabras son sarcasmo, una manera veloz de decir algo que usualmente me tomaría mucho tiempo. Curiosamente es eso lo que la gente escucha con más atención que aquello que digo cuando hablo completamente en serio. Siempre evito comunicarme de verdad, evito el inevitable sentimiento de lo que digo no merece ser escuchado o que mejor hubiera sido mantenerme en silencio.
Y a pesar de sentirme así, la gente aún me busca para que los ayude a solucionar sus cosas. ¿Quién me ayudará a solucionar las mías?
Hasta donde sé, solo yo me puedo encargar. Que desgracia.
Qué increíblemente miserable.