domingo, 29 de agosto de 2021

Cine

 Fui a cine con mi familia.

Una de mis hermanas tenía una tos que me tenía algo tenso, la idea de que nos fueran a sacar del lugar continuaba dándome vueltas en la cabeza cada vez que la oía toser. Fuera Covid, fuera un gripe normal o solo una molestia en la garganta, se me calentaban las orejas cada vez que la oía toser.

Cuando volteaba a verla ella estaba tosiendo, como cuándo la gente tose, algo inconsciente de su alrededor, completamente entregada al acto de toser; realizaba la moción, se cubría el tapabocas con la mano, simulaba la protección con movimientos acompasados al ritmo que imponían su bronquios, que intentaban sacar de su cuerpo el germen maligno, el mugre o el virus que contaminaban sus vías respiratorias. Detestable, poco amable, nada higiénico. A mis ojos, en ese momento, era como si se estuviera vengando con los demás, todos a su alrededor pagando el precio de su sufrimiento.

Pero en realidad era yo el que la hacía pagar. Aún estoy incómodo, me siento estresado, creo que no debimos estar ahí, viene n a mi cabeza mil y un razones para evitar esa salida, quizá no debí salir de casa hoy... Y, a la vez, no hay ningún motivo para que ella o yo, o nadie, deba esconderse en ningún lugar. Solo tienen que vivir. Entre más lo pienso más tonto me parece el sentimiento, mi reacción, porque al final no es su culpa tener una tos. 

La película que vimos se llamaba "Shirley", sobre una pareja, una escritora aclamada y un profesor universitario, que reciben a una pareja joven en su casa con la intención de aprovechar el ímpetu juvenil y mejorar sus vidas, buscar inspiración, obtener comodidad.

La muchacha está embarazada y el joven busca el éxito como docente universitario. La escritora enfrenta una grave crisis depresiva, está aburrida, es manipulada por su marido, un coqueto vejete que salta de flor en flor y tiene en sus manos a la esposa del decano. La red de influencias se mantiene y el joven esposo salta de una chica en otra mientras pasa por el "Club de Shakespeare". Estudian el cuerpo de las obras, representan a los personas, viven en carne propia el drama de esa selección.

Durante la película me pregunté varias veces por qué era que no escribía yo con la misma entrega que el personaje representado. ¿No era esa mi vocación? ¿No es eso lo que quiero hacer en realidad?

Detesto, en este momento de mi vida, exponerme a esas obras que representan al escritor. Suelen presentar una imagen de cosas que yo no hago y me siento culpable de abandonar lo que hace unos años me comprometía tanto.

Veo el pasado y creo que me convencí de un discurso falso, que vi el futuro, en ese momento, con una convicción estéril, vacía, un engaño con el que convencí a todos y que hoy día se revela haber sido el más grande engaño al que me sometí.


Al final de la película las dos parejas se separan. Descubierto el engaño del joven profesor, la madre primeriza entra en crisis y su crisis inspira a la escritora. El esposo es capaz, luego de sus mentiras y su fracaso como persona, de buscar un nuevo hogar e intentar ir hacia adelante. El profesor leer la novela de la escritora y la admira -con algunas anotaciones, por supuesto -y la escritora dice que esta obra, esta maravilla de obra, le duele de verdad.

Le duele.

Y ahí yo pensé, ojalá yo algún día pueda decir que me duele una obra y no solo que me duele ...

lunes, 16 de agosto de 2021

Un pendiente que continúa en el olvido

Esta es otra hoja en blanco que comienzo y dejo iniciada.


El otro día me hablaron de cerca.


Sentí la pasión que salía de las palabras, la mirada atenta, y la imagen en la oscuridad se quedó en mi cabeza. No he podido parar de pensar.

Me gusta esa atención.


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Pasó algo de tiempo y ahora tengo tensión en el cuerpo.


El producto inacabado de la inacción.


Quizá, algún día, vea resultados.


No lo sé.

miércoles, 16 de junio de 2021

Nudo

Matica

 Tengo ahora mismo un encuentro de sentimientos dispares.

Me balanceo como si caminara en una cuerda floja pero, en realidad, queda de mis pasos la polvareda en el aire.

Muchas veces me imagino sentado sobre la base de un tronco cortado al lado de una trocha olvidada, de esas que ya casi no se transitan porque montaron una carretera cerca de allí

Regalos (Otra cosa abandonada de septiembre 2020)


 Hacer un regalo puede llegar a ser una tarea titánica.

Buscar entre los millones de objetos que produce la humanidad para lograr elegir esa cosa específica que uno va a entregar a otra persona como muestra de aprecio.

Y uno siempre quiere que esos regalos tengan un impacto, que representen claramente la relación, como sea que uno la vea, que se note el esfuerzo, la energía y el tiempo invertidos en encontrar el regalo.

Hace años me puse a la tarea de hacer un regalo algo engorroso. Siempre me ha gustado hacer mis propios regalos, pero en esa ocasión me excedía un poco. Meses antes había aprendido a hacer cristales con sulfato de cobre. Un proceso simple pero largo y repetitivo. Disolver el sulfato de cobre en agua, llevarlo a ebullición, dejar un hilo sumergido en el líquido resultante durante el reposo por algunos días, como con los cristales de sal. Al tiempo en el hilo se veía concentrado un pequeñísimo cristal azul. Uno tan minúsculo que decirle cristal era algo desproporcionado, pero ya con él era posible repetir el proceso una y otra vez hasta que el cristal tomara el tamaño adecuado.

Cuando llegó ese punto puse el cristal en un frasco de mermelada que encontré tirado en la casa y seguí haciendo que creciera, intentando lo más que podía controlar las formas que crecían, fueran cúbicas, triclínicas, rombohédricas o cualquier otra de esas formas que no vienen a la cabeza de buenas a primeras.

Ya por fin pude tapar el tarro, luego de dejar la cocina inundada a olor químico, dañar un par de ollas y desperdiciar un montón de agua. No sé como estará ahora, pero el tarrito contenía un cristal bastante hermoso, con picos y valles azulados entre tonos brillantes y oscuros. Una perfecta pieza de cumpleaños.





Algo que empecé a escribir en mayo del año pasado y nunca acabé.


Pensar en escribir me comprime un poco el pecho en estos días. Siento que se me dificulta respirar producto del miedo que me produce. Aunque todo el tiempo mi cabeza anda armando frases e historias, leo el mundo con los ojos de querer contar algo, no logro procesar el afán creativo en más que una respiración compleja.

Llevo en encierro desde el veinte de febrero, último día en que salí sintiendo libertad. De ahí en más no han sido más que viajes al supermercado y dos taxis a la oficina para solucionar papeleo necesario. Tuve suerte de organizar mis cosas antes de esa fecha porque me acababan de echar de donde estaba viviendo (el tipo que me rentó la "habitación" lo hizo sin permiso de la dueña) y ya empezaba a desesperarme. Menos mal pude encontrar la habitación de ahora, las personas de la casa son amigables y el espacio es bonito. Igual, lo que tengo es una habitación con ventana hacia un patio interno de techo en teja plástica que se comienza a calentar a eso del medio día.

Eso sí, no me ha faltado nada. Mi mamá me ha enviado frutas e incluso un paquete de empanadas de pipián. Como sigo trabajando y no tengo que moverme gasto menos dinero y he podido ahorrar mientras pido domicilios los días que no me organizo para cocinar, que igual puedo sin ningún problema. Las veces que he salido a comprar lo básico no es más que ir dos cuadras al norte y encuentro un supermercado, más las tiendas de barrio con todo lo que me hace falta. Tengo suerte y estoy bien.

Igual siento que me faltan muchas cosas.

Nunca he sido especialmente callejero, mucho menos en la ciudad. Bogotá no se presta para salir a caminar con absoluta tranquilidad. Caminar en la ciudad es más un juego de policías y ladrones, donde uno es el ladrón y escapa de las ratas que son los policías, es decir coma, uno anda por la calle evitando que lo atraquen. Aún así, me ha hecho falta salir a sentarme en un café y mirar por la ventana.